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miércoles, 2 de octubre de 2013

Dos hermanos


    Escrito por Sotirios Moutsanas
Érase una vez una familia bastante rica. Sus dos hijos gemelos, aunque parecían idénticos, eran totalmente diferentes. Uno de ellos se llamaba Pedro. Era sumamente inteligente, astuto y trabajador. Sus defectos eran la ambición y el materialismo. El otro hermano se llamaba Miguel. Era muy tímido, tranquilo y virtuoso. Tan bueno era que parecía la encarnación de un ángel.

    A sus veinticinco años, tuvieron la desgracia de perder a sus padres en un accidente de coche. Cuando se reunieron con los abogados para aclarar la herencia, los presentes se quedaron asombrados al ver que Miguel renunció a todos y cada uno de los bienes y sólo pidió un huerto en Cantabria junto con un poco de dinero para comprar algunos animales de granja. Todos los abogados intentaron en vano disuadirle, pero al final no tuvieron más remedio que aceptar su decisión. Pedro, cuando escuchó lo que quería su hermano, se llenó a rebosar de felicidad. Pensó que el mundo únicamente está hecho para los ganadores y que su hermano, desde luego no era más que un mísero perdedor.

    Con el paso de los años Pedro demostró que verdaderamente seguía siendo tan astuto y trabajador como siempre; no tardó en amasar una enorme fortuna. Empezó abriendo gasolineras hasta que llegó a poseer una de las más importantes cadenas hosteleras del país. Todos le tenían respeto, pero a la vez miedo por su poder. Se levantaba a las seis de la mañana y se acostaba a las doce de la noche; se casó tres veces y las tres se divorcio. La razón era obvia: casi no se veía con sus parejas.

    Un día que se sentía muy solo empezó a recordar a su hermano, al que ya llevaba veinte años sin verle. Se acordó el reparto de la herencia, y de repente su mente se vio atacada de remordimientos; se sintió desgraciado. Poco a poco comenzó a verse a sí mismo como una mala persona. Por la cabeza se le pasaron todas las experiencias que tuvo con su hermano. Sonrió al hacer memoria de cómo decoraba el árbol de navidad con Miguel y con que ilusión abrían los regalos de los reyes magos. Le vino a la mente lo bien que jugaban a la pelota, y las miles de experiencias que habían compartido juntos. Se sintió emocionadísimo, de repente se encontraba llorando cómo un niño. Por primera vez entendió una cosa, la más importante para un ser humano: “no era feliz”. Se pasó toda la noche dando vueltas de a un lado para otro en la cama porque no podía conciliar el sueño.

    Por la mañana se levantó y pensó «hace veinte años que no veo a mi hermano. Le voy a visitar para darle mis más sinceras disculpas y le regalaré un hotel, o tal vez una gasolinera, o lo que mejor prefiera, que narices… ¡es mi hermano!». Así que, con una felicidad que no había tenido nunca, se preparó y emprendió el viaje. Conocía perfectamente dónde vivía, porque cuando eran pequeños pasaban las vacaciones de verano con toda la familia en una casa rústica. Pasaron tres horas y ya estaba en la cima de Puerto del Escudo, sólo le faltaban diez minutos de viaje.

    El día era radiante, era primavera y aunque había sol, todavía las colinas de las montañas estaban recubiertas con nieve. Abrió la ventanilla del vehículo y respiro hondo:

    —Oxígeno puro —suspiró con voz feliz.

    A la izquierda podía contemplar la gran espesura que formaban la multitud de árboles; a la derecha el gran valle. «Seguro que no existe una pintura de semejante belleza» pensó.

    No transcurrieron ni cinco minutos cuando ya llegó. Bajó del coche y contempló la casa, afuera estaba un hombre con los brazos abiertos, mirándole.«No es posible que pueda reconocerme» pensó, -porque por lo menos está a quinientos metros de lejos-. Pero según iba acercándose, el seguía en la misma posición. Finalmente acabaron en un gran abrazo en el que se demostró todo el sentimiento y emoción que albergaban en su ser. Los dos lloraban y sus cuerpos se fusionaron en uno.

    Pasaron un par de minutos emotivos llenos de alegría y amor, hasta que al final, entraron en el hogar. Empezaron a contarse uno al otro un montón de cosas; era natural después de tantos años de separación.

    Al final, Miguel preparó una ensalada, una sopa de pollo y una tortilla española. Pedro empezó a comer con un gusto inusual. La comida le sabía gloria. Jamás degustó una cena semejante. Eso era extraño, porque en los últimos años siempre había comido en los mejores restaurantes con los más buenos cocineros del país. Cuando terminaron, preguntó a Miguel:

    —Dime hermano, ¿cómo la comida me sabe tan bien?.

    —Sólo hay dos razones —respondió con una voz llena de sabiduría—: la primera es que todo lo que hemos comido es natural del huerto; la segunda es porque cuando cocino ofrezco los alimentos a Dios, y claro, el hace que todo sepa mejor. Ahora no logras entenderlo, pero te lo aseguro: en dos días lo comprenderás totalmente.

    Miguel repentinamente cambió su expresión a una más feliz todavía, y continuación le dijo:

    —Pedro, quiero hacerte un regalo, pero necesito que me respondas con honestidad si alguien te ha regalado algo tan bello —apoyó la palma de la mano en él y le condujo afuera, era ya de noche—. Mira al cielo, ni las más bellas palabras pueden describir este increíble espectáculo.

    La casa como estaba en la mitad del valle, no existía ninguna luz en derredor, gracias a ello se podía contemplar, con toda claridad, las estrellas del firmamento.

    Pedro se quedó sin habla, estaba estupefacto al visualizar aquellas innumerables lucecitas que brillaban en todo su esplendor.

    —Pedro, hora de dormir. Tengo dos vacas y cinco cabras; mañana tendremos que levantarnos a las seis de la mañana para llevarlos a los pastos.

    Cuando se fueron a la cama, Pedro se quedó atónito viendo a su hermano dormir como los yoguis: con las piernas cruzadas. Pasado un rato, Miguel levitó unos treinta centímetros de la cama, quedándose así unos minutos. Pedro miró lo sucedido petrificado. Impresionado entendió que su hermano se había convertido en un ser extraordinario, un hombre puro.

    Por la mañana, a primera hora, se levantaron y empezaron la difícil caminata hacia la montaña. El sitio era frondoso, pero te hacía sentir un aire de libertad y sosiego. Pedro se pasó un largo tiempo observando con todo detalle la naturaleza y admirando la creación de Dios.

    Cuando volvieron, era medio día. Miguel cocinó y Pedro, cuando lo probó, tuvo la misma sensación de la comida de ayer. Luego Miguel empezó a leer las parábolas de nuestro señor Jesucristo, y después las interpretó. Era maravilloso escucharle. Se notaba que Dios vivía en su corazón, porque al explicarlas, parecían un puzzle en el que al final todo encajaba perfectamente.

    Al anochecer, Pedro quería volver a contemplar las estrellas, así que Miguel llevó dos sillas afuera. Se sentaron en ellas y se pusieron a disfrutar lo más bello de la creación de Dios.

    —Cierra los ojos —dijo de improviso Miguel.

    Pedro obedeció y sintió en el acto una palmadita en la espalda. De súbito pasó algo inesperado: Pedro perdió la sensación de su cuerpo. A continuación empezó a subir como si “volara” a una velocidad tremenda. Se quedó aterrorizado.

    —Abre los ojos, Pedro.

    Él hizo caso y miró anonadado el planeta tierra. No podía ver su cuerpo, era como si fuese un espíritu. Admiró los océanos, las montañas, los continentes; era asombroso.

    —Lo que ves es su verdadera esencia, Pedro. Gracias a esto puedes mirar que en realidad la Tierra es un ser vivo, y que todos los seres que vivimos en ella, somos parte suya. Ahora entenderás que somos en verdad una única unidad, y que aunque parezca que estemos separados, somos uno.

    —Desde luego que, después de esto, es imposible hacer daño a ninguna criatura —dijo Pedro —. Mi gratitud hacia  ti por tenerte como hermano es incalculable.

            —Escucha Pedro. Sé perfectamente por qué razón has venido —dijo con voz sabia—. Así que quieres darme un hotel —rió—. Pedro… oh, Pedro, ¿tú has visto a un hombre más rico que yo?. Hay personas que pagan millones de euros para observar lo que tú has visto. Espero que entiendas de una vez por todas que las verdaderas riquezas están en el interior. Comprendes que nada está por coincidencia, porque todo tiene un propósito. La verdad es que tienes una deuda conmigo: hace tiempo que escucho voces de desesperación, ¿sabes de quiénes son?.

            —No —repuso Pedro extrañado.

            —Son de científicos que están desesperados. Trabajan día y noche para descubrir una curación contra el cáncer, pero no tienen fondos. Eso merma sus posibilidades de encontrar la vacuna. Sé que tienes mucho dinero; quiero que cuando vuelvas a Madrid, crees una fundación contra el cáncer. Tú la dirigirás con tus conocimientos y con toda la gente importante que conoces. Se convertirá en la más conocida asociación que va contra el cáncer del país.

            —Dalo por hecho —respondió Pedro sonriendo.

            —Tenemos que volver a nuestros cuerpos —dijo de improviso Miguel.

            Contemplaron por última vez el hermoso planeta azul; cerraron los ojos y enseguida estaban donde empezaron. Pedro se levantó de la silla. Puso una expresión de felicidad y fue a abrazar a su hermano. Le dio las gracias por la asombrosa experiencia que había tenido. Al final, los dos, pletóricos de alegría y llenos de amor, volvieron a casa. Pedro durmió como un niño teniendo los más maravillosos sueños que uno no es capaz de imaginar.

            Al día siguiente, antes de emprender el viaje, abrazó a su hermano y le dio otra vez las gracias:

            —Miguel, hace tres días era un hombre desolado, infeliz. Gracias a ti, hoy soy un hombre nuevo, feliz, renacido y con metas. Yo también quiero pedirte un favor —Miguel le escuchó con curiosidad—: quiero que me permitas visitarte a menudo.

            —Eso no es un favor —le respondió—, mi casa es tuya. Pedro, yo te quiero y siempre te he querido. Dios te bendiga y nos de el placer de estar juntos.

            Los dos hermanos se envolvieron en sus brazos llenos de felicidad. Después, Pedro emprendió el viaje hacia Madrid.

   


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