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lunes, 4 de diciembre de 2017

Encuentro con extraterrestres, una historia verdadera

                      Sotirios Moutsanas con el dorsal número 99 consigue la medalla de bronce                                             en los juegos mediterráneos de 1979   de Split  Antigua Yugoslavia.

Un acontecimiento puede cambiar completamente el modo de pensar, de actuar e, incluso, la forma de concebir las cosas. En mi caso, hay un antes y un después a raíz de este suceso. Antes veía la vida con otros ojos, me agradaba todo, pero, con el tiempo, las cosas cada vez me parecían más falsas, triviales y repugnantes. Me era imposible aceptar el mundo en el que vivía a medida que iba conociendo los mundos que existían. Mi mente no podía tolerar tanto acto de mentira, venganza, odio y maldad. Solo por pensar mal de cualquier persona, sentía terror y aversión hacia mí mismo. Tuve que dejar de escuchar las noticias para no oír atrocidades como, por ejemplo: «Asesinó a sus dos hijos para vengarse de su mujer». Gradualmente, mi ser y la forma de pensar estaban en un estado distinto al de los demás y, como era evidente, me había distanciado hasta quedarme en la más absoluta soledad.
«¿Qué coño hago yo en este mundo?», era mi raciocinio más común.
Antes de mi experiencia, estaba convencido de que la verdad estaba dentro de nosotros, y seguro de que nuestra alma nos facilitaba cualquier información que necesitáramos. Sin embargo, después de lo acontecido siempre busqué espacios apartados de la ciudad donde pudiera pasar horas y horas en plena soledad contemplando las estrellas, diciendo y señalando con mi dedo índice: «La verdad está ahí arriba». Les aseguro, queridos lectores, que no es nada sencillo saber la verdad y vivir entre personas cuya principal ocupación es envidiar a los demás. Sin la más mínima demora, empiezo a relatarles mi increíble historia, que es verdadera como el sol y las estrellas del firmamento.
Todo comenzó en el año 1979. Por aquel entonces, yo era un atleta internacional con una progresión envidiable. En ese mismo año participé en los Juegos Mediterráneos de Split, en la antigua Yugoslavia —actual Croacia—. Después de una carrera brillante, logré la tercera plaza en los ochocientos metros estableciendo un nuevo récord para Grecia. Sin embargo, para mi desventura, el esfuerzo de la severa preparación había hecho mella en mí. Francamente, me sentía mal, con mareos y dolores por todo el cuerpo. En aquella época, era amigo de otro célebre atleta de mil quinientos metros que se llamaba Fotis Kourtis. Al hablar con él, me convenció de ir al monte Parnés, que estaba muy cerca de Atenas. En aquel lugar había unas instalaciones de atletismo con estadio, restaurante y pequeñas casas para los atletas. Al llegar con el coche de mi amigo, nos instalamos en las habitaciones y salimos para que mi amigo me enseñara el sitio. El paisaje de Parnés es asombroso, lleno de enormes abetos y pinos. Mientras que por la noche en Atenas había veintiséis grados, allí no se superaban los seis.
En aquella época, me gustaba mucho hacer meditación y ejercicios espirituales. Al caer la noche, en pleno silencio, recé con ahínco varias horas, hasta que me quedé en un estado de éxtasis. No sé por qué empecé a preguntarme mentalmente si algún ser de otro planeta querría entablar amistad conmigo. «Me agradaría comunicar con seres de otro mundo», me decía con intensidad. De pronto, sentí un zumbido raro y como unas luces de pequeñas estrellas iluminando mi mente. Escuché una especie de voces dentro de mi cerebro. No obstante, me fue imposible inferir lo que decían.
Al día siguiente por la mañana, corrí con mi amigo en el estadio y él me comentó que por la tarde nos iríamos a correr por un circuito dentro del espeso bosque. A las cinco de la tarde, mientras íbamos a entrenar, mi amigo sintió un dolor agudo en el tobillo y se dio cuenta de que estaba inflamado.
—Soti, no sé qué me ha pasado, creo que es mejor no forzar para no empeorarlo —dijo con tono de preocupación—. Dadas las circunstancias, tienes que ir solo. Pero no te preocupes, el recorrido es muy fácil, has de seguir este camino y, aproximadamente en veinte minutos, darás la vuelta.
—Bueno, Fotis, parece sencillo. Es mejor que te pongas hielo en el tobillo. De todos modos, no parece estar tan mal. Creo que mañana estarás al cien por cien.
—Sí, pero ten cuidado, porque el bosque está atestado de lobos. Sin embargo, ellos nunca arremeten contra humanos y generalmente cazan por la noche.
—Descuida, Fotis, tendré mucho cuidado —repuse con tono tranquilo.
Al empezar a correr, al principio me hallaba con una euforia inusual, lo más probable es que fuese por la hermosura del paraje. Según estaba corriendo, me sentía muy ligero y con unas ganas inexplicables de ir más rápido. Pero, fuera por la razón que fuese, era incomprensible que no notara ningún tipo de cansancio. Decidí acelerar mi ritmo, sin embargo, no solo no percibía ninguna fatiga, sino que, además, mis piernas parecían estar literalmente volando. Me volví loco de alegría. Me sentía como Superman, corriendo como un caballo desenfrenado cada vez más y más rápido. Aumenté mi velocidad hasta el ritmo de un atleta de cuatrocientos metros, no obstante, por extraño que les parezca, queridísimos lectores, seguía devorando kilómetros y kilómetros sin notar ni el más mínimo cansancio.
«Esto no puede suceder de verdad, seguro que estoy soñando», pensaba desconcertado. La experiencia de sentirme como Superman había distraído mi mente y me había olvidado enteramente de las recomendaciones de Fotis. Miré mi reloj. Llevaba una hora y diez minutos corriendo a toda velocidad, mientras que, en realidad, debería haber dado la vuelta a los veinte minutos. «No pasa nada», pensé, «retornaré y con esta velocidad en una hora por lo menos estaré otra vez en las instalaciones deportivas». Sin embargo, para mi desventura, cuando di la vuelta, mis piernas pesaban como si fuesen de plomo. Me fue imposible seguir corriendo. Solo podía volver caminando. Calculé el tiempo que me llevaría regresar andando: «¡Cuatro horas! ¡He metido la pata! En menos de una hora habrá anochecido y Parnés está llena de lobos» —me dije con tono de inquietud.
Busqué desesperadamente una especie de palo y, por fortuna, hallé uno del tamaño de una jabalina. Sin dilación, encontré una roca y empecé a afilar la punta con paciencia. En un cuarto de hora, la tenía puntiaguda, capaz de penetrar en un animal. «¡Dios mío, ayúdame! En menudo embrollo me he metido. He de salir de esto como sea», pensé con aire de desesperación. Caminé veinticinco minutos y hallé una explanada. Entre tanto, la oscuridad silenciosa envolvió la tierra con su manto y una angustia mordaz comenzó a atenazarme el corazón. Por suerte, era una noche radiante, clara, estrellada, con una luna llena resplandeciente brillando en el cielo. Decidí quedarme en mitad de la explanada por dos motivos. El primero era que sería más fácil orientarme en un sitio que fuera bien visible. La segunda razón era que allá podría defenderme; entre los arboles sería imposible.

Hubo un profundo silencio hasta que oí el aullido de los lobos. Todo presagiaba una noche siniestra. Me sentí embargado por unas emociones desconocidas que ni siquiera sabía que existieran hasta entonces. Se me heló la sangre en mis venas y percibí cómo un sudor helado recorría mi espalda. De hecho, estaba totalmente aterrorizado. Solo me faltaba rezar y esperar un milagro. Repentinamente, los lobos aparecieron entre los espesos arboles de abetos. Sus ojos refulgían con la luz de la luna y parecían demonios del inframundo. Se arrimaron hacia mí sigilosamente, retándome, ostentando sus horripilantes colmillos sedientos de sangre.
«Soy demasiado joven para morir, venderé muy caro mi pellejo», pensé con aire desafiante. Saqué fuerzas de flaqueza y alcé el palo con las dos manos hacia el cielo gritando tan fuerte que se estremecieron hasta los lobos. Al principio, recularon, pero enseguida reanudaron su implacable marcha hacia mí.
«La mejor defensa es un buen ataque» razoné, y arremetí con bramidos enseñando mis dientes. Los lobos, estupefactos por mi audacia, retrocedieron sin parar de contemplarme y mostrando sus puntiagudos colmillos blancos. La punta de mi palo se incrustó en el cuello de uno de ellos, mientras que otro estaba a punto de morderme. Yo di una vuelta con una velocidad endiablada y con la otra parte del palo lo golpeé en la cabeza. Su gruñido de dolor fue tan inmenso que se escuchó a kilómetros de distancia. Además, al que penetré con la estaca estaba más tieso que el mango de un cazo y por su cuello salía la sangre a borbotones. Retrocedí paulatinamente con paso firme, esperanzado de que quizás pudiera salir de esa. Ellos aguardaban a una distancia considerable, se podía ver que ya me tenían respeto. Desde luego, se habían enterado de que no era una presa fácil.
Al pasar veinte minutos, todavía aguardaban con paciencia, como alguien que espera una visita. Y entonces, para mi desdicha, la situación tomó un cariz trágico. No podía dar crédito a mis ojos, se presentó otra manada de lobos mucho más numerosa. Se me cayó el alma a los pies.
«Estoy acabado, esto es mi final», me dije con aire compungido. Ya no había ninguna esperanza, pronto sería devorado por las fauces de estas fieras. «La muerte se ha cernido sobre mí, mi final está sellado», pensaba mientras los lobos me observaban con ojos escrutadores.
El estruendoso fragor de una escopeta rompió el mutismo de la noche y una potente linterna iluminó el lugar donde estaban los lobos, que, asustados, lanzaron un grito lastimero y huyeron como alma que lleva el diablo. Miré con asombro hacia la linterna: allá se hallaba mi mejor amigo, ¡Fotis! Venía hacia mí cojeando visiblemente. Nos abrazamos efusivamente como unos amigos que no se ven desde hace muchos años.
—Gracias, Fotis. Me has salvado la vida.
Él, tras adoptar una expresión impasible, dijo:
—Como no volvías, tuve el presentimiento de que te habías perdido. Pedí la carabina del viejo vigilante y me pasé tres horas rastreando el bosque en tu busca.
—Pues, si te hubieras demorado cinco minutos más, no creo que hubieras encontrado ni mis huesos —dije sonriendo.


Estábamos a punto de emprender la marcha hacia las instalaciones deportivas cuando, de improviso, una fuerte luz anaranjada ocultó las brillantes estrellas en el cielo. Fotis y yo éramos unos asiduos lectores de temas relacionados con ovnis, pero no es lo mismo leer que estar presente. De hecho, cuando habíamos visto la enorme nave discoidal de casi doscientos metros de diámetro y rodeada de luces fulgurantes, lo único que pensamos fue en correr despavoridos. Sin embargo, nos relajamos al escuchar una voz en nuestra mente: «Tranquilos, somos amigos. Sotirios, ayer te comunicaste con nosotros manifestando que querías entablar comunicación con seres de otros planetas. Pues aquí estamos».
Contemplé a Fotis y nos quedamos petrificados por el estupor que nos producía poder comunicarnos telepáticamente. La nave generó un pequeño silbido y se posó sobre el suelo. Se abrió una especie de puerta y salieron por ella cinco seres de una altura aproximada de tres metros. Eran bellos como ángeles, una luz áurea resplandecía a través de sus cuerpos. Tenían la piel blanca como el marfil y sus ojos tenían un color entre verde y azul. Vestían con ropas plateadas nada ajustadas, más bien holgadas.
­­­­­­—Venid con nosotros a nuestra cosmonave, os vamos a llevar al espacio para que os deleitéis con la vista de vuestro planeta.
Al entrar en la nave, observamos que el interior era muy espacioso y todo el equipamiento tenía forma redondeada. En la mitad de la nave había una especie de paneles, como ordenadores. La astronave también tenía cúpula, compartimentos, anillo superior, anillo inferior y dispositivos de transmisión.
Uno de ellos nos hablaba siempre telepáticamente, y, mientras la nave estaba en el espacio, nos dijo:
—Hemos probado vuestra valentía y habéis aprobado con sobresaliente. Habéis demostrado que tenéis mucho coraje y sois dignos de contemplar y escuchar lo que otros de vuestra especie no pueden ni soñar. —Dirigió una mirada hacia el tobillo de Fotis y al instante la hinchazón desapareció. Se volvió hacia mí y me dijo—: Te hemos otorgado la aptitud de correr con una ligereza inusual para vuestra capacidad, con la intención de que te perdieras y demostrases tu valentía contra los lobos. El tobillo de tu compañero lo hemos lesionado también nosotros, para que manifestara el amor por su amigo buscándolo en plena noche a pesar de sus fuertes dolores.
»Os vamos a contar la historia de nuestra civilización que, en definitiva, es la más importante del universo. Nosotros somos los primeros, los abuelos, las primeras criaturas inteligentes del cosmos. Tras nosotros, ha habido otros seres inteligentes, tantos que, francamente, ya son innumerables. De todas las especies con raciocinio en el universo, solo hay cuatrocientas que han desarrollado una tecnología tan avanzada que les permita desplazarse a otros mundos.
»Todo empezó hace muchos millones de años, tantos que vuestro sol y vuestra galaxia todavía no existían. Nosotros ya habíamos desarrollado una tecnología bastante avanzada, unos ciento ochenta años más evolucionados que vuestra ciencia actual, aproximadamente. En aquella época, apareció un científico genetista que era más que un genio. Con su grupo de científicos, habían clonado unas criaturas tan perfectas que revolucionaron nuestro mundo. Los seres clonados, además de que eran más altos y apuestos que los individuos de nuestra raza, también poseían un coeficiente intelectual de doscientos cincuenta. Y no solo eso, sino que eran genéticamente perfectos. No enfermaban nunca y vivían trescientos años, mientras que nuestra especie vivía ciento cincuenta. Después de haber pasado varias generaciones y ser regentados por estos individuos superdotados, como era evidente, todos querían tener hijos clonados. Finalmente, nuestra raza solo procreaba por la vía de la clonación.
»Pasados miles de años, nuestra ciencia evolucionó hasta tal punto que ya habíamos podido viajar a otros mundos y visitar otros planetas. Entonces se presentó ante nosotros un ser increíble, es muy difícil describirlo con palabras. Él evolucionó nuestro orbe, y hubo un antes y un después tras la llegada de Diamantre, que así se llamaba el ser que evolucionó nuestro mundo. Nos instruyó en que la tecnología y la materia no nos hacían más felices. Lo que nos hacía dichosos era nuestro mundo interior y el conocimiento de que, aunque parece que los individuos estamos separados, en realidad somos un solo cuerpo. Igual que un cuerpo tiene pies, rodillas, hombros, ojos, nariz…, y todo ello constituye un solo cuerpo, del mismo modo todos nosotros somos uno.
»Logró convencernos con mucha facilidad a causa de sus extraordinarias capacidades, como comunicar telepáticamente y su habilidad para levantar enormes objetos solo con su fuerza mental. Nos enseñó una técnica de meditación mezclada con música relajante cuyo efecto nos transportaba a un estado de superconciencia. En este estado podíamos regenerar nuestras células con la fuerza de nuestra mente. Nuestra vida cambió radicalmente. En cierto modo, nos habíamos convertido en energía pura habitando en un cuerpo material.
»De vivir trescientos años habíamos pasado a cuarenta mil, y no solo eso, sino que también, antes de morir, nos transportábamos con nuestra voluntad a otro cuerpo clonado sin perder nuestra experiencia de la vida anterior. No requeríamos nutrirnos ni ingerir líquidos, nos alimentábamos directamente de cosmos, de aire, de sol, de éter… Entre nosotros no había ni el mejor ni el peor, cada uno de nosotros cumplía con su misión para funcionar como un solo cuerpo. Nadie tenía más que el otro y tampoco nos interesaba la materia. El regocijo, para nosotros, era servirnos los unos a los otros.
Fotis y yo estábamos anonadados. Por eso estas entidades estaban fluorescentes, eran mitad materia y mitad energía espiritual.
—Podéis preguntarnos lo que queráis, y nosotros, con mucho gusto, responderemos a vuestras preguntas —nos dijeron telepáticamente con tono afable.
Empecé yo primero preguntando sobre la distancia de su planeta al nuestro. Se impuso un breve silencio. El que más se comunicaba con nosotros adoptó una expresión pensativa y dijo:
—Nuestro planeta está a doscientos cincuenta años luz del vuestro.
—¿Y cómo podéis viajar tantos años, no os hartáis de estar en una nave tanto tiempo? —repuso Fotis.
En sus rostros se dibujó una resplandeciente sonrisa, nos miraron con ojos colmados de ternura, y uno de ellos contestó:
—Viajar de nuestro planeta hasta el vuestro, en realidad, nos lleva solo dos horas.
Se encaminaron hacia el centro de la nave mientras yo y Fotis los seguíamos. Contemplamos un gran panel de mandos y, de repente, se proyectó en una pantalla un punto lejano en unas estrellas.
—Nuestra manera de viajar por el espacio se basa en un sistema de desmaterialización y materialización posterior en la marca que veis en la pantalla. En nuestro caso, como nuestro planeta es tan lejano, hacemos el proceso tres veces. Nuestras astronaves tienen sistema de propulsión, amplificadores de gravedad y el reactor, que proporciona energía. Por lo tanto, nuestro sistema está compuesto por dos partes: los amplificadores de gravedad y el reactor.
»El reactor funciona por aniquilación completa, alimentado por antimateria. La increíble cantidad de energía que produce alimenta a los amplificadores. Para viajar por el espacio, la nave gira sobre un lado, enfoca los tres amplificadores en un único punto, como el que os hemos enseñado anteriormente, y luego se eleva a máxima potencia mediante los amplificadores y el reactor. Prácticamente, estira el tejido del espacio, distorsiona el espacio tiempo y lo atrae hacia la nave. De esta manera, está en condiciones de hacer enormes distancias en un lapso de tiempo prácticamente nulo.
»Para decirlo de otra manera más simple, en el modo hiperespacial, cuando giramos un ángulo recto, perdemos una dimensión. Después de tres giros en ángulo recto, se pierden las tres dimensiones del espacio y de esta forma se puede lograr una desmaterialización completa. El giro de una dimensión determina la pérdida de esta dimensión y el objeto, inicialmente tridimensional, aparece como una figura luminosa sobre una superficie plana. Primero se materializa y después se desmaterializa en forma luminosa.
Nos quedamos totalmente sorprendidos tras la larga y detallada explicación de Talamantri, como se llamaba el extraterrestre.
—Ahora comprendo por qué en las filmaciones de ovnis aparecen como bolas luminosas y, de repente, desaparecen en la nada —dijo Fotis con aire solemne.
Tomé la palabra y dije:
—En nuestro mundo hay muchas guerras. Además, hacemos películas en las que entidades de otros mundos nos atacan. Mi pregunta es: ¿hay otros mundos que tienen guerras? ¿Existen planetas que atacan a otros planetas con sus vehículos espaciales?
—Como ya os hemos explicado, en nuestra raza no existe la palabra guerra, ni contemplamos perjudicar a ningún ser vivo. Para nosotros, el universo está lleno de la luz eterna que nos abarca a todos con su gran amor. En cierto modo, nuestra misión como primogénitos es la de preservar la obra de nuestro padre celestial. —El extraterrestre guardó silencio un instante, pero retomó el hilo de la narración enseguida—. Vosotros sois unos seres primitivos que competís hermano contra hermano, raza contra raza, con multitud de divisiones: ricos, pobres, etcétera. De hecho, vuestra historia está llena de atrocidades, guerras, genocidios…
»Me gustaría aclararos que una civilización avanzada, capaz de viajar por el espacio tiempo con una tecnología miles de años más desarrollada que la vuestra, si quisiera, terminaría con vuestra civilización en cuestión de segundos. No obstante, el hecho de que una civilización esté tan adelantada tecnológicamente respecto a la vuestra significa que también lo está moralmente. Por lo tanto, nosotros, los visitantes de vuestro planeta, somos incapaces de hacer daño a ninguna criatura. Simplemente somos científicos que estudiamos la evolución de seres primitivos de otros planetas.
»Además, tenéis que entender que cada ser está adaptado a su planeta. Es como coger un oso polar y ponerlo en un desierto. Así de difícil sería para una especie de otro planeta vivir en el vuestro, dicho en otras palabras, sería un auténtico sufrimiento. Cada criatura de un planeta está adaptada después de miles o millones de años de evolución para vivir en su ambiente natural. Es muy complicado habituarse a otro mundo que tiene diferentes características. Sin embargo, sí que existen otras civilizaciones no desarrolladas, como la vuestra, en cuyos planetas hay continuas guerras. Nosotros los observamos sin interferir, pero os aseguro que es una auténtica abominación cuando se matan entre ellos.
—En nuestro mundo hay muchas teorías que manifiestan que el ser humano es una clonación de extraterrestres. ¿Es verdad? —pregunté.
Los alienígenas se miraron entre ellos con ojos escrutadores, como preguntándose si debían contestar a mi pregunta. Después de un breve silencio, uno de ellos dijo, siempre telepáticamente:
—Es una historia muy larga. Sin embargo, os la contaré concisamente. Hace unos cuatrocientos mil años, una raza de seres de un planeta llamado Nibiru visitó vuestro planeta. La razón era que necesitaban un metal al que vosotros llamáis oro. En su planeta había una gran abertura en la atmósfera que los llevaba a la extinción. Transformando el oro en fino polvo y con unos rayos de cristales, lo dispersaron en el cielo, donde existía esa gran brecha. El polvo de oro funcionaba como escudo.
»Su rey, Anu, era un ser bondadoso y sabio. Tuvieron que colonizar vuestro planeta solo con el propósito de extraer el oro y utilizarlo para tal fin. Uno de sus hijos, Enki, era un ingeniero genetista muy erudito. Decidió mejorar la inteligencia de los primates terrestres con el único propósito de utilizarlos para efectuar el arduo trabajo de la extracción de oro. Por lo tanto, Enki y sus ingenieros genéticos mezclaron el ADN de los Annunaki con el de los primates. Así que, en realidad, los creadores de vuestra raza son ellos. El primer ser clonado de este modo se llamó Adamu, vosotros lo llamáis Adán.
—Quisiera conocer el futuro de la humanidad —dijo Fotis con su pensamiento.
—El futuro se lo forjará el ser humano con sus propias acciones. Como hemos mencionado anteriormente, una civilización progresa tecnológicamente y moralmente. Si no sucede de este modo y solo progresa tecnológicamente, está condenada sin remedio a la autodestrucción. Así que solo depende de vosotros.
—Me gustaría saber si tenéis cónyuges y si practicáis el amor con vuestras compañeras —continuó Fotis.
—Sí, tenemos relaciones sexuales, si eso es lo que pensáis, pero no carnales, más bien espirituales. Con un sistema de meditación, se pueden fusionar nuestra alma y mente hasta fundirnos en uno. Este método se asemeja al amor tántrico. No obstante, en nuestro mundo, sin lugar a dudas, es algo más placentero, más profundo, más espiritual. Tampoco está mal visto este tipo de unión entre seres del mismo sexo.
—¿Para entablar comunicación entre vosotros tenéis algún aparato como nosotros utilizamos los móviles? —intervine.
El rostro de los extraterrestres se iluminó y sus ojos brillaron mientras mostraban una sonrisa resplandeciente, parecía que les hacía gracia la pregunta. Inmediatamente recobraron el aplomo y uno de ellos dijo:
—Hace millones de años manejábamos dispositivos, pero, con la aparición de Diamantre, en cierta forma, pasaron a ser para nosotros totalmente inservibles. Para comunicarnos con otra persona solo tenemos que visualizarla, y no importa la distancia, nos conectamos telepáticamente enseguida. La fuerza de la mente es inimaginable. Tú, Sotirios, por ejemplo, has podido conectar telepáticamente con nosotros a ciento cincuenta años luz. Creo que eso lo dice todo.
—Hemos escuchado que Estados Unidos tiene en su poder naves extraterrestres conseguidas por accidentes como el de Roswell. ¿Es verdad?, y si lo fuera, ¿no es peligroso poseer esta tecnología avanzada en su poder? —pregunté.
Hubo una breve pausa mientras los ojos de Talamantri refulgían. Retomó la palabra y, con tono apacible, dijo:
—Poco podemos hacer respeto de ese problema. Por desgracia, los accidentes acontecen en todos los ámbitos de la vida y no se escapan de ello ni los seres de otros mundos. A decir verdad, ellos pretenden descifrar esta ciencia con el único propósito de emplearla en sus insensatas guerras y someter a otros países. No obstante, no hay que inquietarse, porque es como si unos problemas de altísima matemática cayeran en manos de niños de tres años. Aunque quisieran, no podrían descifrar nada, por la simple razón de que sus mentes no llegan a ese nivel.
Había algo que me perturbaba y, según pensaba en eso, me embargaba una tristeza insondable. Francamente, mi alma estaba mortificada. Uno de los seres, que se llamaba Tavatar, me miró con ojos penetrantes y me dijo con dulzura angelical:
—¿Qué te pasa, Sotirios?
—En toda mi existencia he creído en Dios y en nuestro señor Jesucristo. Sin embargo, la revelación de que venimos de los Annunakis me hace dudar de mis creencias —dije con tono compungido.
—Al contrario, no debe de ser así. Dios, la luz perpetua que envuelve todo el universo, es padre de todos nosotros, por lo tanto, en realidad, todos somos hermanos. En nuestro planeta, cuando se presentó Diamantre, era como el Buda, el iluminado, para nosotros. No obstante, vosotros habéis tenido la suerte de ser instruidos por el propio hijo de Dios. No tiene que haber ningún problema por seguir creyendo lo que creéis.
Estábamos totalmente desconcertados por cómo estos individuos sabían tanto de nuestra civilización. Sin preámbulos, les pregunté cómo conocían tantas cosas sobre nosotros. Tomó la palabra Talamantri, que nos dijo:
—Tenemos la capacidad de disgregarnos físicamente y habitar en el cuerpo de otras personas de distintos mundos. De esta manera, podemos vivenciar otras culturas y su evolución. Me gustaría preguntarte, Sotirios, si una parte de mi pudiera vivir en tu cuerpo.
—Claro que sí —repliqué con resolución.
Una luz compacta de color oro salió de él y se adentró en mi cabeza. Al principio, sentí un agudo dolor, pero desapareció enseguida.
—Bueno, amigos, es hora de devolveros al mismo sitio de donde os hemos recogido. Espero que hayáis pasado unos gratos momentos con nosotros. No obstante, os permitiremos formular una última pregunta.
Entonces se hizo un silencio insólito. Nos contemplamos Fotis y yo, indecisos acerca de quién sería el que expondría la última pregunta. Al fin, mi amigo tomó la palabra y dijo:
—Soy aficionado a la astronomía y siempre me ha agradado leer sobre los últimos avances. Lo que desasosiega a nuestros científicos que se ocupan de esta ciencia es el desconocimiento de la materia oscura. No sé si pudierais otorgarme algo de información sobre este asunto.
Los extraterrestres guardaron silencio y adoptaron una expresión pensativa, parecía que intentaban hilvanar el hilo de sus pensamientos. Finalmente, uno de ellos, que se llamaba Kaluna, dijo:
—Fotis, tú dominas la materia, sin embargo, Sotirios tiene un completo desconocimiento, así que permítenos decirle algo antes, para ilustrar un poco a tu amigo. La materia oscura y la energía oscura comparten el 96% del universo. Gracias a la materia oscura, se mantienen unidas las estrellas y las galaxias. Vuestros científicos saben que existe porque la luz, cuando atraviesa la materia oscura, se curva del mismo modo que lo hace cuando pasa a través de un cristal. La materia oscura es una masa invisible que ejerce una fuerza gravitatoria de atracción y puede afectar a las velocidades de galaxias enteras en un cúmulo. Claro, se llama materia oscura porque no emite nada, por eso es imposible verla. Lo que no pueden descifrar vuestros científicos es su composición. En las próximas décadas, un gran astrofísico lo descubrirá. Nosotros no tenemos derecho a alterar el futuro de vuestro mundo, por lo tanto, no podemos desvelar la estructura de la materia oscura a vuestros científicos, porque todo tiene un proceso. A vosotros sí que os lo podemos desvelar, con la promesa de que, en ningún caso y bajo ningún concepto, debéis revelarlo a nadie.
Hicimos un gesto de asentimiento los dos. Kaluna retomó el hilo de la conversación y dijo:

—La composición de la materia oscura es…

jueves, 21 de abril de 2016

Dos crímenes perfectos, de Sotirios Moutsanas



Siempre nos dicen que el crimen perfecto no existe, y que tarde o temprano los criminales caerán en la red de la justicia. Al menos eso es lo que han querido inculcarnos; no obstante, les aseguro que no siempre fue así. ¿Cómo puedo convencerles que esto es verdad? Claro que puedo, por la simple razón de que yo había cometido dos crímenes y había quedado totalmente  impune. De entrada tengo que informar que yo ya habré muerto cuando otras personas estén leyendo mi relato. Entregué a mi mejor amigo un sobre con el texto y se comprometió conmigo a no abrirlo hasta mi fallecimiento. La razón principal de su publicación es que quisiera ser reconocido como un genio del crimen, así que sin preámbulos empiezo a narrarles mi historia
Cuando tenía dieciocho años conocí a una chica muy dulce, guapa y con una inteligencia fuera de lo común. Entablamos una relación seria planeando nuestro futuro juntos y cuando íbamos a terminar la universidad, encontrar trabajo, casarnos y formar una familia.
Tras pasar dos años en plena felicidad un día la visité en su instituto de inglés por sorpresa para entregarle un anillo de compromiso. Sin embargo, para mi desgracia la encontré en la puerta magreándose con un tipo mucho más alto y guapo que yo. El corazón empezó a retumbarme en el pecho, una ira incontrolable se apoderó de mí y empezó a hervir la sangre en mis venas; no podía concebir semejante traición. Habíamos empezado una fuerte discusión donde ella contaba a su amante que yo la estaba acosando desde hace tiempo y que ella no tenía nada conmigo. No contenta con sus falacias comenzó a amenazarme diciéndome que si no me marchaba llamaría  a la policía. Aquello había sido el principio de una transformación radical en mi personalidad. De ser un chico afable, confiado y sosegado de repente me había convertido gradualmente en una persona desconfiada, agresiva y lleno de resentimientos.
Desde entonces mi relación con las mujeres cambió totalmente. Ya no las veía como antes, más bien las percibía  como personas traicioneras, pérfidas y lo más importante, infieles. Para mí, queridísimos amigos lectores, las mujeres eran como un enorme saco de serpientes y a ciegas tenía que poner la mano en el saco y sacar uno que podía ser: la mamba negra, la cobra real, la víbora de cascabel o…
Como era obvio todas mis relaciones fracasaban una detrás de otra hasta llegar a los cuarenta años. A esta edad conocí una chica con unos grandes ojos azules de ensueño, rebosantes de dulzura y cuyo rostro irradiaba amor y alegría. Desde el primer instante en que la vi me quedé prendado de ella, pero lo mejor fue que ella había sentido lo mismo. Ella era muy joven sólo tenía veintidós años; no obstante, eso no nos había impedido casarnos para disfrutar de nuestro amor.
Como era de esperar  en seguida empecé con mis celos impertinentes. No dejaba de importunarla a todas horas. ¿Dónde vas? ¿De dónde vienes? Ella me juraba que me era fiel, pero como era natural yo desconfiaba de ella. A decir verdad, no me extraña porque ella era una mujer espectacular. Empecé a seguirla a escondidas a todas partes, cuando iba con amigas, en el mercado, en el gimnasio, vamos era como su sombra. Sin embargo, por increíble que parezca no podía pillarla nunca. Finalmente, desesperado decidí contratar un detective privado. Durante tres meses, según él, la había vigilado y observado con detenimiento sin obtener ningún indicio de infelicidad.
—La señora Trisha es una mujer integra, honesta y totalmente fiel a usted—me dijo con tono solemne. Claro yo no solo no le había creído, sino que estaba totalmente seguro que ella se había acostado con él para que no descubriese sus fechorías.
Mi vida había sido un suplicio. Durante cinco años infernales de matrimonio vivía con una mujer desleal y yo jamás había sido capaz de pillarla. Desde luego para mi infortunio vivía con la reencarnación de demonio disfrazado de ángel. Al pensar en los pros y contras tomé la decisión de vengarme de ella. Había que actuar con astucia y cometer mi crimen  de una manera tan perfecta que jamás nadie pudiese descubrirme y así quedar impune.
Habitaba en un chalé con amplio jardín y un enorme sótano. Mi trabajo era de jefe de construcción y el sótano lo tenía lleno de materiales para tal propósito, incluido ladrillos. Leyendo en un libro de historia como los monjes de la edad media emparedaban a sus víctimas tuve una idea: decidí emparedarla. Medí unos cuarenta centímetros del muro en el fondo del sótano e inicié la construcción de un doble muro. Cuando estaba a punto de terminar dejé un pequeño hueco sin hacer; pero lo suficientemente grande como para pasar el cuerpo de mi mujer. Empecé a pintar toda la casa y cuando después de tres días finalicé, comencé a pintar también el sótano. Sólo me quedaba la parte del fondo del muro donde había construido la doble pared. Lo demás fue coser y cantar. Di a mi mujer un vaso de leche que tenía dentro un somnífero que la mantendría dormida por lo menos unas horas. Cuando estaba dormida plácidamente la enrollé con una manta y la bajé  al sótano. Eran las tres de la mañana cuando la metí por el hueco e inmediatamente  procedí a taparlo con los ladrillos. Ahora solo faltaba pintar la pared. Trabajé con ahínco y al terminar miré detenidamente  mi obra. Era totalmente imposible adivinar que fuera un doble muro. Soy un genio—dije con aire de triunfo. Sin la más mínima duda, jamás nadie la va a encontrar. De súbito, ella se despertó y comenzó a llamarme sollozando histérica.
— ¿Qué quieres?—Le dije con tono áspero.
—Por favor, por el sagrado nombre de Dios, déjame salir de aquí.
—Te voy a liberar solo con una condición: tienes que confesar tu infidelidad.
—Por la inmensa misericordia de Dios, yo jamás he sido infiel contigo.
—Como quieras. Ahí te quedarás hasta que confieses la verdad.
—De acuerdo, sí que he sido infiel. Ahora, por favor, libérame.
¡Por fin¡ ¡Demonio! ¡Hija de satanás¡ ¡Víbora venenosa¡ ¡LO CONFESASTE!
—Por lo que más quieras, tengo mucho frío, no me abandones, ten compasión de mí—dijo con tono quejumbroso.
Sollozaba como una niña pequeña. Sus gemidos de desolación romperían el corazón de la persona más impasible. Me asomé por el muro y pude sentir como sus lágrimas se agolpaban en sus ojos, como su cuerpo se convulsionaba por el frío, como le castañeteaban los dientes por el miedo atroz que experimentaba. Hasta pude sentir como el corazón le martilleaba en el pecho.
¡Ay, si pudierais verlo, amigos, si pudierais sentirlo!  ¡¡¡HORRIBLE¡¡¡
¿Podríais  imaginarlo?  Encerrados entre dos paredes, sin apenas poder moveros, en plena oscuridad condenados a una muerte de lo más horripilante que existe. Hasta pude sentir su angustia, su ansiedad, su pavor. La dejé morir sola, desamparada en la más cruel de las muertes emparedada entre dos muros. Según me encaminaba a la salida del sótano escuchaba su voz ahogada de la  zozobra y la consternación.
— ¡Por el nombre de Dios, ten compasión de mí, no me dejes morir, ten compasión, yo siempre te he sido fiel!
Cerré la puerta del sótano y miré el cielo estrellado. Una luna llena de color miel adornaba la bóveda celeste y alumbrando de lleno mi rostro parecía decirme: ¡Bravo has hecho lo que debías hacer! Por fin, había dado su merecido a este demonio. Me dirigí hacia mi cama lleno de regocijo y satisfacción para soñar con los sueños más placenteros que jamás había tenido.
Los primeros tres años desde la desaparición de mi esposa habían sido infernales. Los periodistas me habían acosado constantemente.
— ¿Qué has hecho con el cuerpo de la pobre mujer?—Me preguntaban con tono inquisitivo.
Yo respondía siempre lo mismo.
—Ella está en Europa con su amante.  Si tanto les interesa vayan a buscarla allá.
La verdad es que en todo momento había sido el principal sospechoso de su desaparición; no obstante, aunque habían registrado  toda la vivienda incluyendo el sótano no habían podido hallar ningún vestigio para acusarme. No pararon de buscarla en la televisión, en los periódicos; sin embargo, nunca hallaron ni rastro de ella. Parece que se la tragó la tierra.



Al pasar cinco años de su desaparición conseguí la nulidad matrimonial y me casé de nuevo con una mujer de treinta seis años. Era una mujer guapa, morena con un carácter bastante temperamental. Al año de nuestra unión reñíamos  a menudo a causa de mis celos y ella me plantaba cara.
Un día volví a casa tras terminar mi trabajo y me encontré con una patrulla de la policía esperándome en la puerta de mi domicilio. Me pidieron las llaves de la casa y me presentaron una orden del juez de alejamiento por acoso. Me dijeron que se me prohibía categóricamente acercarme a mi mujer a menos de un kilómetro. Yo protesté enérgicamente defendiendo que la casa era mía, pero fue en vano. Había que acatar la orden del juez. Cogí mis maletas, con mis pertenencias personales y al final, muy a mi pesar, tuve que marcharme.
¡Oh, queridísimos amigos lectores, ni de día ni de noche pude conciliar el sueño! No iba a tranquilizarme hasta que no viera en un ataúd a esa víbora de cascabel. Intenté  hilvanar mis ideas y decidí cometer un crimen tan perfecto que jamás alguien pudiera  sospechar que no murió por causas naturales. No olvidéis que todavía era el principal sospechoso de la desaparición de mi ex mujer. Durante tres meses planeé meticulosamente, hasta el más mínimo detalle, los pasos que debía dar. Era cuestión de tiempo. Esperé con serenidad el momento preciso, y efectivamente no tardó en aparecer. Un huracán estaba a punto de asolar el estado de Florida. La televisión y la radio avisaron a la población que se quedara en sus casas, porque el viento iba a superar los 180 kilómetros por hora y sería altamente peligroso salir de casa.
Cuando el huracán atizaba la ciudad y en la calles no había ni un alma, cogí el automóvil y al llegar cerca de su casa aparqué. Era las 22:30, llevaba impermeables, me puse mis guantes y me cambié los zapatos con unos de peluche. Al salir del coche apenas podía sostenerme en pie. Era una noche infernal. El viento gemía y me sacudía con una violencia que parecía el mismísimo demonio, cortinas de agua azotaba mi cara, relampagueaba y tronaba como si hubiera llegado el fin del mundo. Estoy seguro que si alguien hubiese podido verme hubiese dicho que se me había perdido la chaveta. Al llegar a casa utilicé unas copias de las llaves que tenía en la furgoneta. Abrí la puerta y entré sigilosamente. Ella tenía una manía. Cada día a las 22:45 siempre hacía un baño espumoso con música relajante y  tenía encendida varias velas aromáticas. Era como un reloj. A las 23:40 se terminaba y se iba a la cama. Miré mi reloj era las  23:10 estaba en pleno relajamiento. Subí las escaleras con el cuidado de un experto ladrón con paso fino, parecía un felino acechando su víctima. Tenía la puerta semiabierta mientras escuchaba su música favorita: Vangelis Conquest of Paradise. Me moví con maestría, me situé detrás de ella, y con  rapidez la agarré por los hombros y la hundí en el agua. Se agitaba igual que se agitaría un pez cuando  está atrapado. Al pasar treinta segundos  su fuerza empezó a decrecer hasta que al minuto se quedó totalmente quieta.
—Mira que te lo dije un montón de veces, maltita  víbora venenosa: fumar perjudica seriamente la salud— le dije con tono resuelto—. No has durado ni un minuto.
Bajé raudo a su  habitación y me encaminé hacia su mesita de noche. Allí tenía las píldoras antidepresivas que se las recetó el psiquiatra a causa de nuestras continuas contiendas. Cogí tres de ellas y rápidamente se las puse dentro de la boca. Eran unas pastillas  especiales de las que se deshacen en la lengua. Ella odiaba las píldoras, y las utilizaba igual que chupar un caramelo. Cuando el forense dictaminará su resultado sin duda seria: “Desmayo y ahogamiento por ingerir sobredosis de antidepresivos.” Pensé con aire complaciente.
Limpié el baño del agua que se ha caído, miré su hombro, no se veía ningún indicio de violencia gracias a los guantes.
Desde luego había hecho un trabajo extraordinario.
Tras pasar dos días me llamó un amigo para contarme la enorme desgracia de su fallecimiento. El médico forense dictó: “Muerte por ahogamiento a causa de desmayo por ingerir exceso de antidepresivos.”
En el sepelio lloraba como una magdalena. No paraba de confortar a sus padres y a sus hermanos con abrazos de consternación, y con los ojos bañados en lágrimas seguía sollozando desconsoladamente. Incluso al final empecé a tener espasmos en el suelo, y claro, me desmayé. En pocas palabras para darme el Oscar a la mejor interpretación. Hasta escuchaba susurros: “Pobrecito, como la quería.”
Ya mi venganza se había completado. Podía volver a mi casa y sentarme en mi sitio favorito, en el sótano, al lado del muro donde estaba emparedada mi ex mujer. Me deleitaba tomando un café y diciéndole que todo lo que le pasó ha sido por ponerme los cuernos.
Al pasar dos años mi hermano me convenció para visitar a un psiquiatra  por mis problemas de celos con las mujeres. El diagnóstico fue: “Trastorno psicótico con alucinaciones y delirios.” Había que tomar unas píldoras tres veces al día. Mi estado cambió completamente, por fin, podía controlar mis celos y hasta me había casado por tercera vez con una mujer muy comprensiva y agradable. Lo que más me complace de ella es su cuello. Lo tiene largo y hermoso como la Afrodita de Cnido. Hay veces que me vienen a la mente pensamientos raros: como que me pone los cuernos y entonces tengo ganas de arrimarme sigilosamente detrás de ella, cerca de su cuello y…



—Aquí esta señor inspector, la hemos encontrado como menciona el psicópata en su relato, emparedada entre los dos muros.
— Hay que recoger sus restos para dar santa sepultura a esta pobre mujer. Los ojos del inspector contemplaron detenidamente la mujer que había a su lado y la dijo:
—Durante 30 años de servicio he visto de todo, pero jamás  había visto un monstruo semejante; es una abominación y  un insulto para la raza humana. Usted tiene mucha suerte de estar viva. Es un milagro que  ese monstruo no la haya matado.
Ella con los ojos nublados de aflicción respondió:
—En los últimos meses el cáncer se extendió por todo su cuerpo y empezó a ver dos mujeres que según él le querían llevar al otro mundo. Él las gritaba y las llamaba víboras venenosas, diciendo que lo mejor que había hecho en esta vida era enterrarlas bajo tierra.
En la sepultura todos los familiares de Trisha llenos de emoción escuchaban las palabras de sacerdote colmados de emoción. Detrás de ellos había dos mujeres incorpóreas.
—Creo que nuestras almas ya pueden descansar en paz, Trisha.
—Sí, es verdad, mientras mi cuerpo estaba emparedado me sentía como alma en pena. Ahora me encuentro aliviada y feliz.
De súbito, una luz se manifestó y las dos mujeres empezaron a escuchar las voces de sus familiares pidiéndolas ir con ellos. Las dos mujeres cogidas de la mano se encaminaron hacia la luz con el corazón repleto de amor y bienaventuranza.




viernes, 21 de agosto de 2015

Soy un asesino, merezco la muerte, de Sotirios Moutsanas



Hola , amigos . Mi relato" Soy un asesino, merezco la muerte" ha sido seleccionado en el concurso Antología afectados por la crisis . También se ha publicado en el libro que les pongo arriba. Un fuerte abrazo, Sotirios.




Al embargarme el piso, en seguida vino mi divorcio. La maldita crisis hizo mella en mí: literalmente me había destrozado  la vida. Juré  vengarme de la sociedad; y me convertí en un asesino despiadado y un ladrón sin escrúpulos. Más sufrimiento que producía en los demás, más dichoso me sentía. Hasta aquel fatídico día cuando entré a robar en este detestable chalé. Ella estaba dormida plácidamente en su lecho, apenas tenía veinte años; la misma edad que tendría mi hija, que no la veía desde hace por lo menos diez años. Por desgracia, se despertó: tenía que matarla. Empecé a estrangularla, sus ojos desorbitadamente abiertos como platos se clavaron en los míos. Lo desconcertante era que, según la asfixiaba, yo sentía lo mismo que ella: no podía respirar. Por un momento sentí como me asfixiaba a mí mismo. Finalmente, se puso los ojos en blanco y dejó su último aliento.

Al volver, mis ojos se fijaron en la cómoda. Me arrimé y vi la foto de mi hija cuando tenía diez años. Mis aullidos de dolor rasgaron en dos el silencio de la noche. De mi boca sólo salían las mismas palabras: “Soy un asesino, merezco la muerte.” 


domingo, 21 de junio de 2015

Maldito cañón , maldito seas por toda la eternidad , de Sotirios Moutsanas



El gran cañón de nueve metros de longitud presentaba un aspecto monstruoso. Durante un mes bombardeaba las hasta entonces impenetrables murallas de Constantinopla, destrozándolas y formando una enorme brecha. Giovanni, con sus soldados bizantinos, resguardaba la gran ciudad voceando:
—Por el nombre de Cristo defenderemos con nuestra propia sangre  la cuna del cristianismo.
En el cielo los ángeles, mártires, santos… contemplaban consternados con sus ojos espirituales la espeluznante batalla. La tristeza se había apoderado de todos y afligidos lloraban. San Constantino y santa Elena se acercaron al trono del Señor y se arrodillaron suplicando clemencia para Constantinopla.
—Los imperios son como las personas, nacen, crecen, envejecen y mueren. Esta es la ley de mi padre y hay que acatarla—dijo Cristo con aire compungido.
Los turcos atacaron con todas sus tropas, los cristianos se defendieron como pudieron, pero al final sucumbieron. Mientras ellos asediaban la ciudad, en el cielo con el corazón desbocado la desolación se apoderó de todos los seres de luz. Dos lágrimas hirvientes se deslizaron por las mejillas del señor. Al unísono en el cielo lamentando susurraban:
¡¡¡ Ha caído la gran ciudad, la gran ciudad ha caído!!!

¡Maldito cañón, maldito seas por toda la eternidad! 

sábado, 9 de mayo de 2015

El maestro del sexo ( Relato erótico) De Sotirios Moutsanas




—Buenos días, Soy Nellie.
—Pase usted, señorita Nellie, tome asiento en el sofá. Dígame, por favor, con concisión y honestidad qué le pasa.
—Yo estuve casada durante diez años y con mi difunto esposo no había conocido jamás el orgasmo. Y ahora con mi actual pareja me pasa lo mismo.
—Dígame, por favor, cómo practica usted el coito con él.
—Él sólo hace el amor conmigo en la posición del misionero. Se desnuda y eyacula en menos de dos minutos.
La contemplé asombrado, tenía el cabello lustroso, rubio resplandeciente. Sus ojos grandes de color zafiro eran cristalinos, brillantes como luceros. Había algo en ella endiabladamente hermoso que me hechizaba y me atraía como un imán.

––He hecho lo que me había pedido: compré y llevo puesta la lencería negra.
Clavé los ojos en los suyos y le dije con voz melindrosa:
—Usted tiene los ojos más hermosos que he visto jamás en una mujer ––Ella se ruborizó  y esbozó una amplia sonrisa—.Es usted una mujer atractiva;  sin duda, con estos labios carnosos, sensuales, rosados como las fresas, volvería loco a cualquier hombre.
Lanzó una sonrisa de complacencia mostrando unos dientes blanquísimos como el marfil y susurró con un tono de voz muy sensual:
—Gracias, es usted muy amable.
Me acerqué a ella y la besé apasionadamente. Mientras nuestras lenguas se entrelazaban sentía el cálido y suave interior de su boca. Ella empezó a temblar de excitación. Desabroché la hilera de botones de su vestido y admiré sus firmes pechos perfectos, tenía la piel ardiendo y los pezones endurecidos. Empecé a recorrer con los labios el terciopelo de su piel, besando sus senos erguidos, succionando con la lengua los pezones, mientras ella jadeaba de placer; se ponían más rojos y duros por momentos. Cada vez estaba más excitada y le brillaban los ojos de felicidad.

Seguía besándola con ternura  deslizando mi mano entre los pliegues de su sexo; con la palma de la mano empecé a trazar círculos alrededor de la flor excitada. Ella gemía de placer. Entretanto, yo seguía acariciando el clítoris una y  otra vez. De repente, extraje de mi bolsa un vibrador de  última generación y lo deposité en su clítoris poniéndolo a su máxima potencia. Ella se volvió loca de placer. Puso los ojos en blanco según lanzaba gemidos  de gozo hasta que finalmente llegó al clímax.
Me levanté y cogí una botella de champán de la nevera. Le ofrecí una copa acompañada de fresas con nata. En sus facciones  se había dibujado una inmensa alegría y una bonita sonrisa iluminaba su faz. Durante treinta minutos  estuve relatándole mi viaje a la isla Santorini, en Grecia, que atesora los amaneceres y los atardeceres más bonitos del mundo. Ella me miraba como una colegiala enamorada disfrutando de mi conversación. Me arrimé otra vez a sus labios sensuales y le di un caluroso beso lleno de pasión. Mi lengua penetró suavemente en su boca con un beso profundo que le inundó de dicha. Mientras la besaba había introducido mis dos dedos entre sus húmedos pliegues notando el calor de su interior. Bajé por su vulva hinchada lamiendo, succionando, besando su clítoris. Finalmente, hundí la lengua en la apertura de su sexo. Ella estaba a punto de perder la cabeza, a tenor de los jadeos y gemidos que emitía. Sentí su clítoris vibrando  en mi boca y su orgasmo fue largo y resplandeciente: la había dejado sin aliento. Poniendo los ojos en blanco, ella sólo pudo murmurar:
––Eres  increíble… el hombre soñado por cualquier mujer.




Desabroché mi pantalón y salió mi falo duro como el acero. Sus ojos casi salieron de sus cuencas por la sorpresa. Contempló asombrada mi enorme pene y dijo:
––¡Dios Santo! Sería muy generosa si le dijera que mis dos parejas apenas llegarían a la mitad.
Contempló otra vez mi falo con una mirada lasciva. La llevé a la habitación donde tenía la cama repleta de pétalos de rosa. Encendí unas velas aromáticas y puse música amorosa. Sentía cómo a ella le embargaba una intensa excitación. La puse a cuatro patas e introduje la punta de mi pene poco a poco en su vulva. Al principio, muy lento, y según estaba temblando de excitación, más  y más deprisa. Ella gemía gritando:
—Oh, sí… oh, sí… ¡Más rápido! ¡Más fuerte!
Mis años de experiencia me indicaban aquello que ella necesitaba en cada momento, así que fui añadiendo distintas formas de pasión según se producían los acontecimientos. En un momento dado, le azoté  las nalgas con la palma de mi mano; ella se volvió totalmente loca de placer.
—Me gusta, me gusta mucho, dame  más fuerte, por favor.
––Llámame amo si quieres que te dé más fuerte ––le dije con voz pastosa.
—Sí, amo, dame duro.
Saqué de un cajón una fusta y comencé  a flagelarla a la vez que la penetraba fuerte aferrándome a sus nalgas. Después de haber pasado cuarenta minutos infernales de gemidos y jadeos, caímos exhaustos en la cama. Ella había tenido como mínimo tres orgasmos más. Nos bañamos juntos y finalmente ya vestidos descansamos en el salón. Sacó de su cartera mil euros y me los ofreció con semblante muy serio.
—Aquí están sus honorarios, tal y como habíamos  acordado.
—Muchísimas gracias, Nellie —dije con voz queda.
De pronto sus ojos se nublaron y unas lágrimas rodaron de sus mejillas.
—¿Qué te pasa, cariño?—le dije con aire de preocupación.
—Es que  para mí eres el hombre de mi vida. Me da mucha rabia no poder verte más. 
Se hizo un silencio breve, y le dije:
––Mira, Nellie, hace seis meses que estoy cavilando retirarme. Tengo cuarenta y un años, poseo este apartamento, un chalé en la sierra, y soy copropietario de una gasolinera. ¿Crees que podamos formar juntos una familia?
Sus ojos relampaguearon de felicidad. Me abrazó con el cuerpo temblando  de emoción. Fui  hasta el armario, cogí una pequeña cajita, di media vuelta, me arrodillé ante  ella y le dije con voz meliflua:
––Nellie, ¿te gustaría casarte conmigo?
Ella se quedó boquiabierta mirando con ojos resplandecientes  el suntuoso anillo de diamantes.
—Sí, mi amor—me dijo y me abrazó efusivamente.
—Solo hay un problema: ¿qué vas a hacer con tu actual pareja?
—Ahora  mismo le llamo y le mando al diablo.

—Cariño, te voy a llevar  esta noche a las cuevas en la Plaza Mayor a comer pescadito y a escuchar música en vivo para sellar nuestro compromiso. Y luego  sabes la que te espera… —dije enseñándole mi fusta.
Los ojos de Nellie se desbordaron de lágrimas,  acarició la fusta emocionada mientras me abrazaba con cariño. Yo solo añadí:
—Juro que este culito jamás volverá a pasar hambre.
Nuestros labios y lenguas se entrelazaron en un beso interminable.