Hay
ciertas cosas en la vida que nadie puede explicarlas, ni tampoco existe una
contestación lógica. Eso me pasó a mí. Estuve en el lugar y en el momento
equivocado. Alguien quería suicidarse y por mera coincidencia yo estaba allí.
Tuve una corta conversación con él y le salvé la vida. Se montó una buena,
televisiones, periódicos, radios… Me convertí en un héroe de un día a otro.
Después
de tres meses, el burlón destino volvió a jugarme la misma mala pasada. Un
cliente en el hotel donde me hospedaba quería tirarse por la terraza. Subí,
hice lo mismo que con el primer suicida,
y bajó como un angelito. Eso sí que fue el colmo de mi repentina fama. Como
pasó por segunda vez, me llamaron de todo, «maestro», «fenómeno.» Esta vez salí
en todos los medios de comunicación existentes y llegué a ser famosísimo en
todo el país.
En principio mi historia parece simple, de
repente salvaba a dos personas y quedaba conocido nacionalmente por un tiempo.
Y parecía que ahí terminaba todo. Pero no, queridos lectores, en absoluto. Así
empezó mi pesadilla y mi desgracia. Cada vez que alguien intentaba suicidarse y
los psicólogos y los policías no podían convencerle, me llamaban a mí. Yo no
quería de ninguna manera tener que ver con el caso, pero era imposible. Me
decían «¿Cómo usted puede dejar morir a
un ser humano? Usted, que tiene el método, tiene la obligación moral de
salvarle.»
Así
que cedí. Uno detrás de otro, los suicidas acataban mis instrucciones. El mundo
se rindió a mis pies. Me convertí en un celebrity:
salía en las televisiones, radios, y periódicos, más que muchos otros famosos.
Todo el mundo quería conocer el gran secreto: cómo convencía a los suicidas.
Pero yo no me atrevía a contarlo. Don Sotirios, me suplicaban los psicólogos,
tiene que revelar a la humanidad la verdad. ¿Se imagina si le pasa algo?, continuaban,
no puede privar a la humanidad de su secreto.
Cada
día me atosigaban más y más con el tema de revelar el enigma, pero yo estaba
indeciso. De súbito recibí otra llamada, uno en un hotel iba a arrojarse al
vacío desde la azotea.
Cuando
llegué al lugar, subí por las escaleras y dije a todos que me dejaran solo con
el hombre. Todos obedecieron, puse una cara de pocos amigos, me acerqué a él y
proferí.
–Hijo
de p…, me c… en tus muertos. Mira p… cambrón,
contaré hasta cinco, y como no bajes, juro por Dios y por mis hijos, te
tiraré yo mismo por la azotea ahora mismo.
El
hombre se puso más pálido que la harina. Las pupilas de sus ojos se dilataron.
El pelo se le puso de punta como un erizo. Unas gotas de sudor aparecieron en
su frente y un temblor se apoderó de todo su cuerpo. Yo mientras estaba
contando y, cuando estuve en el tres, se puso con el rabo entre las piernas como
los perros, y bajó a toda velocidad. En
su semblante se reflejaba el miedo y el terror. En el salón del hotel todos me
congratulaban. Me había convertido sin querer en un personaje extraordinario para todos. Las televisiones, los
radios, los periódicos, me daban la enhorabuena por los ya treinta y tres seres
humanos salvados.
En
las siguientes semanas la presión fue insoportable. Finalmente no pude más. No
podía soportar tan buenamente como antes
callar mi método para detener los intentos suicidas. Al fin, decidí
acceder a contar el gran secreto. Alquilaron un gran anfiteatro donde supuse que
tenía que contar al mundo mi verdad. Cuando llegó el día, mis nervios estaban a
flor de piel. Tuve que entrar en una sala abarrotada de cinco mil personas.
Entre ellas, psicólogos, criminólogos, políticos y famosos de todas las artes.
Subí al estrado con cautela. La gente no paraba de aplaudir, mirándome con admiración
y gritando mi nombre: «Sotirios, Sotirios.»
Este
es mi final, pensé, ¡Jesucristo sálvame! Menos mal, con el nombre de señor me acudió de inmediato una idea. Tiré
mis preparados escritos en la papelera y comencé a hablar:
—
Queridos amigos, ¿habéis escuchado que Buda tenía un aura de tres kilómetros, y
que todos en su alrededor se ponían felices? ¿Recordáis cuando nuestro señor Jesucristo dijo la famosa frase: «El
que no cometió pecado, que tire la primera piedra»? En esto consiste el secreto
de mi éxito. El poder de la palabra. Cuando una persona profiere palabras
bonitas, como por ejemplo «Te quiero», te hace sentir bien; cuando de opuesto profiere palabras feas, te hace sentir mal. El
poder de las palabras te convierte en un ser lleno de amor con un poder
inimaginable.
Hace
muchos años, queridos amigos, que practico yoga y otras artes como meditación
transcendental. Eso me ha convertido en un transmisor de energía y de sentimientos
positivos hacia los demás. Seguí así largo rato, hablando con una elocuencia y
destreza que me sorprendió a mí mismo. El público se había quedado con la boca
abierta cuando terminé, enseguida se pusieron a ovacionarme. Después de bajar
de estrado, todos me halagaban
diciéndome que soy un ser único y
especial. Todos querían apretarme la mano y estar cerca de mí.
Tras
escaparme un momento, fui al baño. Me
lavé con agua la cara y me miré en el espejo. Me sentí despreciable. Entonces
dije al espejo, igual que se habla con alguien:
–En
menudo lío te metiste. Parece que te llevó un tornado y lo único que falta es
el lugar y la hora donde te vas a estrellar.