El navío negro se encalló en la arena. Como un torbellino
salté a la playa y mis mirmidones me siguieron con alaridos infernales. Según
subía la cuesta mis dos espadas descuartizaban a todo aquel que se encontraba
en su camino. Sólo mi mera presencia hacía a mis enemigos estremecerse de
miedo. No tenían tiempo ni de pestañear. Uno detrás de otro los aplastaba como
insectos. Era un espectáculo espeluznante contemplar cómo centenares de cuerpos
yacían masacrados en la playa. Inesperadamente le vi; sus ojos denotaban un
terror atroz; sus dientes castañeaban; un olor de orina impregnó el aire.
Siempre maté sin vacilar; pero esta vez dudé. Finalmente con un salto
descomunal le atravesé con mis dos espadas, una en su garganta y la otra en su
corazón. Sus ojitos se apagaron para siempre, apenas tenía quince años. Los
barcos griegos llegaban por centenares, sólo se escuchaba una voz al unísono:
—¡Aquiles…Aquiles!
En la tienda, lleno de pavor, maldecía a los dioses. ¿Por
qué tengo que sufrir como ningún hombre en la tierra? ¿Por qué sin existen no
me liberan de mi maldición? Cada noche en mi lecho tengo que escuchar a todos que he matado susurrándome al oído:
—Asesinooooooo… Asesinooooooo
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