Estaba en la cafetería de Bellas Artes. Se me acercó una
mujer que era la personificación de la beldad.
— ¡Hola! ¿Eres
Sotirios?
– ¡Sí!
—Soy Mercedes,
¿sabes?, del concurso.
La abracé efusivamente y entablé una amena conversación.
Ella tenía el pelo rubio, sedoso. Sus ojos pardos radiantes,
grandes, cristalinos, te deslumbraban y
te sumergían en un mundo de fantasía y belleza. Su carita tersa,
límpida, emanaba frescura como cuando la primavera está en su máximo auge. En
su comisura de labios de color rosa se reflejaba una doble hilera de dientes
perfectos, blanquísimos como el marfil.
—Sabes, Soti, soy una admiradora de tus cuentos
personalmente me parecen geniales.
—A mí me gustan también los tuyos.
—Es verdad que puedes diseñar cualquier cuento en cuestión
de minutos.
Sin preámbulos cogí papel y lápiz y empecé a escribir. Cuando casi estaba terminado se lo di a leer.
Sus mejillas se sonrosaron. Se quedó aturullada, sabía cualquier cosa que iba a
decir se impregnaría en el papel. Finalmente dijo:
— ¿Esto no lo mandarás al concurso?
—Me gustaría no hacerlo, pero no tengo otra solución.
Nos quedamos mirándonos con ojos risueños. Lo único que
faltaba era un pianista negro para decirle:
—Tócalo otra vez, Sam.
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