Sara
estaba en su casa. Tenía el corazón en vilo, esperando a su padre transida,
llena de pavor. Su padre era un desaprensivo, un tirano, un hombre cruel por
donde los haya; cuando volviera con el análisis, de que estaba embarazada, la degradaría,
insultaría y, lo más probable, acabaría
con su vida. Ella se había acostado con multitud de hombres, así ni siquiera
sabía quién era el padre del niño que estaba esperando. De pronto se escuchó el
chirrido del ascensor, sus ojos destellaron de miedo, sus cabellos, negros, rizados,
espesos como un bosque tropical, se erizaron. Su cuerpo se estremeció, sus pupilas
se dilataron como el búho en la oscuridad, su cara se puso lívida, una ansiedad
aguda, se apoderó de todo su ser. Sintió como sus horas terminaban en este
mundo. ¡Dios me salve! ¡Este es mi fin! Su padre con paso tranco abrió la puerta.
Sus ojos llameantes, infernales: parecía el príncipe del inframundo; tenía las
cejas arqueadas .Pausadamente se acercó hacia ella. Cuando sus ojos se miraron
con detenimiento, Sara vio la muerte en
persona con su capucha negra y su guadaña, pidiendo su alma. Le flaquearon las rodillas,
las lágrimas empezaron a verterse por sus mejillas con la fuerza de la gota fría.
Estaban
sólo a un metro el uno del otro. De improviso él la abrazó efusivamente diciendo con voz
meliflua:
—
¿Qué le pasa a mi princesita?
Después
le susurró mientras unas lágrimas brotaron de sus ojos:
—
¡Gracias, cariño, por hacerme abuelo!
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