Escrito por Sotirios Moutsanas
Érase una vez una familia bastante rica.
Sus dos hijos gemelos, aunque parecían idénticos, eran totalmente diferentes.
Uno de ellos se llamaba Pedro. Era sumamente inteligente, astuto y trabajador.
Sus defectos eran la ambición y el materialismo. El otro hermano se llamaba
Miguel. Era muy tímido, tranquilo y virtuoso. Tan bueno era que parecía la
encarnación de un ángel.
A sus veinticinco años, tuvieron la
desgracia de perder a sus padres en un accidente de coche. Cuando se reunieron
con los abogados para aclarar la herencia, los presentes se quedaron asombrados
al ver que Miguel renunció a todos y cada uno de los bienes y sólo pidió un
huerto en Cantabria junto con un poco de dinero para comprar algunos animales
de granja. Todos los abogados intentaron en vano disuadirle, pero al final no
tuvieron más remedio que aceptar su decisión. Pedro, cuando escuchó lo que
quería su hermano, se llenó a rebosar de felicidad. Pensó que el mundo
únicamente está hecho para los ganadores y que su hermano, desde luego no era
más que un mísero perdedor.
Con el paso de los años Pedro demostró que
verdaderamente seguía siendo tan astuto y trabajador como siempre; no tardó en
amasar una enorme fortuna. Empezó abriendo gasolineras hasta que llegó a poseer
una de las más importantes cadenas hosteleras del país. Todos le tenían
respeto, pero a la vez miedo por su poder. Se levantaba a las seis de la mañana
y se acostaba a las doce de la noche; se casó tres veces y las tres se
divorcio. La razón era obvia: casi no se veía con sus parejas.
Un día que se sentía muy solo empezó a
recordar a su hermano, al que ya llevaba veinte años sin verle. Se acordó el
reparto de la herencia, y de repente su mente se vio atacada de remordimientos;
se sintió desgraciado. Poco a poco comenzó a verse a sí mismo como una mala
persona. Por la cabeza se le pasaron todas las experiencias que tuvo con su
hermano. Sonrió al hacer memoria de cómo decoraba el árbol de navidad con
Miguel y con que ilusión abrían los regalos de los reyes magos. Le vino a la
mente lo bien que jugaban a la pelota, y las miles de experiencias que habían
compartido juntos. Se sintió emocionadísimo, de repente se encontraba llorando
cómo un niño. Por primera vez entendió una cosa, la más importante para un ser
humano: “no era feliz”. Se pasó toda la noche dando vueltas de a un lado para
otro en la cama porque no podía conciliar el sueño.
Por la mañana se levantó y pensó «hace
veinte años que no veo a mi hermano. Le voy a visitar para darle mis más
sinceras disculpas y le regalaré un hotel, o tal vez una gasolinera, o lo que
mejor prefiera, que narices… ¡es mi hermano!». Así que, con una felicidad que
no había tenido nunca, se preparó y emprendió el viaje. Conocía perfectamente
dónde vivía, porque cuando eran pequeños pasaban las vacaciones de verano con
toda la familia en una casa rústica. Pasaron tres horas y ya estaba en la cima
de Puerto del Escudo, sólo le faltaban diez minutos de viaje.
El día era radiante, era primavera y aunque
había sol, todavía las colinas de las montañas estaban recubiertas con nieve.
Abrió la ventanilla del vehículo y respiro hondo:
—Oxígeno puro —suspiró con voz feliz.
A la izquierda podía contemplar la gran
espesura que formaban la multitud de árboles; a la derecha el gran valle. «Seguro
que no existe una pintura de semejante belleza» pensó.
No transcurrieron ni cinco minutos cuando
ya llegó. Bajó del coche y contempló la casa, afuera estaba un hombre con los
brazos abiertos, mirándole.«No es posible que pueda reconocerme» pensó, -porque
por lo menos está a quinientos metros de lejos-. Pero según iba acercándose, el
seguía en la misma posición. Finalmente acabaron en un gran abrazo en el que se
demostró todo el sentimiento y emoción que albergaban en su ser. Los dos
lloraban y sus cuerpos se fusionaron en uno.
Pasaron un par de minutos emotivos llenos
de alegría y amor, hasta que al final, entraron en el hogar. Empezaron a
contarse uno al otro un montón de cosas; era natural después de tantos años de
separación.
Al final, Miguel preparó una ensalada, una
sopa de pollo y una tortilla española. Pedro empezó a comer con un gusto
inusual. La comida le sabía gloria. Jamás degustó una cena semejante. Eso era
extraño, porque en los últimos años siempre había comido en los mejores restaurantes
con los más buenos cocineros del país. Cuando terminaron, preguntó a Miguel:
—Dime hermano, ¿cómo la comida me sabe tan
bien?.
—Sólo hay dos razones —respondió con una
voz llena de sabiduría—: la primera es que todo lo que hemos comido es natural
del huerto; la segunda es porque cuando cocino ofrezco los alimentos a Dios, y
claro, el hace que todo sepa mejor. Ahora no logras entenderlo, pero te lo
aseguro: en dos días lo comprenderás totalmente.
Miguel repentinamente cambió su expresión a
una más feliz todavía, y continuación le dijo:
—Pedro, quiero hacerte un regalo, pero
necesito que me respondas con honestidad si alguien te ha regalado algo tan
bello —apoyó la palma de la mano en él y le condujo afuera, era ya de noche—.
Mira al cielo, ni las más bellas palabras pueden describir este increíble
espectáculo.
La casa como estaba en la mitad del valle,
no existía ninguna luz en derredor, gracias a ello se podía contemplar, con
toda claridad, las estrellas del firmamento.
Pedro se quedó sin habla, estaba
estupefacto al visualizar aquellas innumerables lucecitas que brillaban en todo
su esplendor.
—Pedro, hora de dormir. Tengo dos vacas y
cinco cabras; mañana tendremos que levantarnos a las seis de la mañana para
llevarlos a los pastos.
Cuando se fueron a la cama, Pedro se quedó
atónito viendo a su hermano dormir como los yoguis: con las piernas cruzadas.
Pasado un rato, Miguel levitó unos treinta centímetros de la cama, quedándose
así unos minutos. Pedro miró lo sucedido petrificado. Impresionado entendió que
su hermano se había convertido en un ser extraordinario, un hombre puro.
Por la mañana, a primera hora, se
levantaron y empezaron la difícil caminata hacia la montaña. El sitio era
frondoso, pero te hacía sentir un aire de libertad y sosiego. Pedro se pasó un
largo tiempo observando con todo detalle la naturaleza y admirando la creación
de Dios.
Cuando volvieron, era medio día. Miguel
cocinó y Pedro, cuando lo probó, tuvo la misma sensación de la comida de ayer.
Luego Miguel empezó a leer las parábolas de nuestro señor Jesucristo, y después
las interpretó. Era maravilloso escucharle. Se notaba que Dios vivía en su
corazón, porque al explicarlas, parecían un puzzle en el que al final todo
encajaba perfectamente.
Al anochecer, Pedro quería volver a
contemplar las estrellas, así que Miguel llevó dos sillas afuera. Se sentaron
en ellas y se pusieron a disfrutar lo más bello de la creación de Dios.
—Cierra los ojos —dijo de improviso Miguel.
Pedro obedeció y sintió en el acto una
palmadita en la espalda. De súbito pasó algo inesperado: Pedro perdió la
sensación de su cuerpo. A continuación empezó a subir como si “volara” a una
velocidad tremenda. Se quedó aterrorizado.
—Abre los ojos, Pedro.
Él hizo caso y miró anonadado el planeta
tierra. No podía ver su cuerpo, era como si fuese un espíritu. Admiró los
océanos, las montañas, los continentes; era asombroso.
—Lo que ves es su verdadera esencia, Pedro.
Gracias a esto puedes mirar que en realidad la Tierra es un ser vivo, y que
todos los seres que vivimos en ella, somos parte suya. Ahora entenderás que
somos en verdad una única unidad, y que aunque parezca que estemos separados,
somos uno.
—Desde luego que, después de esto, es
imposible hacer daño a ninguna criatura —dijo Pedro —. Mi gratitud hacia ti por tenerte como hermano es incalculable.
—Escucha Pedro. Sé perfectamente por
qué razón has venido —dijo con voz sabia—. Así que quieres darme un hotel
—rió—. Pedro… oh, Pedro, ¿tú has visto a un hombre más rico que yo?. Hay
personas que pagan millones de euros para observar lo que tú has visto. Espero
que entiendas de una vez por todas que las verdaderas riquezas están en el
interior. Comprendes que nada está por coincidencia, porque todo tiene un
propósito. La verdad es que tienes una deuda conmigo: hace tiempo que escucho
voces de desesperación, ¿sabes de quiénes son?.
—No —repuso Pedro extrañado.
—Son de científicos que están
desesperados. Trabajan día y noche para descubrir una curación contra el
cáncer, pero no tienen fondos. Eso merma sus posibilidades de encontrar la
vacuna. Sé que tienes mucho dinero; quiero que cuando vuelvas a Madrid, crees
una fundación contra el cáncer. Tú la dirigirás con tus conocimientos y con
toda la gente importante que conoces. Se convertirá en la más conocida
asociación que va contra el cáncer del país.
—Dalo por hecho —respondió Pedro
sonriendo.
—Tenemos que volver a nuestros
cuerpos —dijo de improviso Miguel.
Contemplaron por última vez el
hermoso planeta azul; cerraron los ojos y enseguida estaban donde empezaron.
Pedro se levantó de la silla. Puso una expresión de felicidad y fue a abrazar a
su hermano. Le dio las gracias por la asombrosa experiencia que había tenido.
Al final, los dos, pletóricos de alegría y llenos de amor, volvieron a casa.
Pedro durmió como un niño teniendo los más maravillosos sueños que uno no es
capaz de imaginar.
Al día siguiente, antes de emprender
el viaje, abrazó a su hermano y le dio otra vez las gracias:
—Miguel, hace tres días era un
hombre desolado, infeliz. Gracias a ti, hoy soy un hombre nuevo, feliz,
renacido y con metas. Yo también quiero pedirte un favor —Miguel le escuchó con
curiosidad—: quiero que me permitas visitarte a menudo.
—Eso no es un favor —le respondió—,
mi casa es tuya. Pedro, yo te quiero y siempre te he querido. Dios te bendiga y
nos de el placer de estar juntos.
Los dos hermanos se envolvieron en
sus brazos llenos de felicidad. Después, Pedro emprendió el viaje hacia Madrid.
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