De Sotirios Moutsanas
Nací en una
familia con graves problemas económicos. Durante las Navidades, para que lo entendáis,
el mejor regalo era poder comer carne. Pasaron los años llenos de miseria y dificultades: a mis padres
con una insolvencia total les costaba Dios y ayuda para sacarnos adelante. Mi futuro se preveía oscuro e incierto. Pero
por gran suerte la naturaleza me había provisto de un gran don. Una memoria
fotográfica y prodigiosa. Sólo con una mera mirada podía memorizar los textos.
Los profesores no hacían nada más que felicitar a mis pobres padres, que no podían comprarme ni los
libros. Terminé el bachillerato con la máxima puntuación posible y de pronto
percibí una beca de Estados Unidos para jóvenes
superdotados.
En Estados Unidos
sabía de antemano que quería estudiar y por qué. Mi afán de ganar dinero rápido
me empujó a un oscuro y maquiavélico
plan.
Cuando culminé
mis estudios en criminología con la mejor graduación posible, me nacionalicé
estadounidense y hallé con facilidad trabajo. Ya tenía un estatus social alto y
un buen empleo para seguir con mis tenebrosos proyectos. No tardé en hallar una
viuda rica bastante más mayor que yo.
Pasó un año y a la pobrecita le dio un infarto en unas circunstancias insólitas. Seguro que ahora entendéis porque
estudié criminología. Durante los estudios nos enseñaban que no existe crimen
perfecto y que los criminales siempre dejaban huellas.
Pasé ocho años
muy feliz despilfarrando el dinero de la viuda con caprichos y algunos y otros desenfrenos.
Cuando el dinero estaba a punto de agotarse no tenía otra solución que emigrar.
De mis estudios aprendí que cometiendo otro crimen estaría bajo sospecha. No
sólo cambié país, también cambié continente. Fui a Australia, hallé a otra viuda, y repetí el mismo hecho.
Transcurrieron
siete años y emigré a Europa donde contraje matrimonio con mi actual esposa. Era
una mujer adinerada y de una familia de alto poder adquisitivo. Era alta,
cabellos negros como azabache, muy blanca y lívida .No tenía expresión. Se
podría caracterizar como una mujer fría y calculadora. Tengo que reconocer que
también era educada, astuta, y en el lecho la mujer soñada por cualquier
hombre. Lo extraño era que tenía cuarenta y ocho años, pero no aparentaba más de treinta. Esto me desconcentraba
sumamente. También le complacía salir mucho por las noches y durante el día le
agradaba leer y estar tranquila en la casa. Mi elocuencia, el buen estar, y mis
conocimientos la tenían fascinada. Mi
relación iba muy bien, me comportaba con cortesía, delicadeza y estuve siempre
muy cariñoso con ella. Así pasaron seis meses con relativa felicidad, pero como todo en la vida empezó a
torcerse. Sus celos impertinentes e infundados empezaron a molestarme sobremanera.
Sólo hablar con una mujer o contemplarla la ponía enferma y esto empezó
acarrear ciertas escenas ridículas e
impropias para gente modosa. Mi idea era estar con ella un año y después
ejecutar mi propósito. Aborrezco a las mujeres mandonas y posesivas, así que
cambié mi idea original y decidí proceder a adelantar mi operación.
Esperé una noche
estrellada y fui con ella cerca de un barranco que tenía una ligera inclinación
hacia abajo. Empecé a decirle lo mucho que la querría y como me gustaría
envejecer con ella amándonos cada día el resto de nuestras vidas. La acaricié
en la mejilla, miré a sus almendrados ojos empezando a besarla con mucha
dulzura. Cuando estaba muy acaramelada y excitada bajé con disimulo el freno de
mano.
—Cariño,
necesito hacer pipí.
—
No te preocupes, cariño, te espero.
Salí del coche y sólo tenía que empujar: en sólo cuatro metros estaba el precipicio.
Un estruendo horrible se escuchó según el coche se estrelló en el suelo.
Sólo proferí: “Sayonara baby”
Tardé más de cinco horas en volver a casa a pie.
Puse la llave, “¿Qué raro la puerta no estaba cerrada? Me lo juraría que la cerré cuando
hemos salido”, pensé. Entré con cautela y cuando abrí la habitación de
matrimonio me quedé boquiabierto. Por un momento me quedé aturullado. No me lo
podía creer aquí estaba ella durmiendo a nuestro lecho como si nada. La
desperté con lágrimas brotando de mis mejillas.
—Cariño, ¿qué ha pasado? Olvidé poner el freno de mano y el coche se me
fue. ¡Qué felicidad¡ ¡Estás viva!
La abracé y empecé a lloriquear en su regazo.
—Cuando el coche se fue por el precipicio yo me salté por la puerta, por
suerte me aferré en una rama; después subí y tú no estabas.
—Es que estaba aturdido y fui a pedir ayuda, pero como tú sabes, cariño,
el sitio era remoto.
Ya mi relación con ella no era igual. Ella me producía pavor y respeto.
La veía como alguien que albergaba algo distinto que los demás. Hice acopio de
fuerzas e intenté estar muy cariñoso y afable en todo momento. Incluye cuando
me daba la reprimenda por mirar una mujer obedecía con sumisión. Dejé pasar tres
meses para enfriar el episodio y finalmente decidí actuar.
Teníamos nuestro aniversario, así que preparé una ensalada griega, un
cochinillo al estilo segoviano y llené el cuarto de estar con velas, pétalos de
rosa, y puse música amorosa de Barry White. Coloqué una manta de lana de merino
cerca de la chimenea. Cuando hemos terminado
la copiosa cena le preparé un vienes.
Nos acostamos en la alfombra y puse en el compact disc Donna Summer que era su cantante
favorito, no paré de decirla lo mucho que la amaba y que la vida sin ella sería
como intentar vivir sin tomar agua. Abrí un champán francés y empecé a beber
con ella. Su semblante destellaba de felicidad. Sus ojos me miraban prendada
como una colegiada. Serví otra copa y esparcí un somnífero en su vaso capaz de dormir a un elefante por lo menos
veinticuatro horas. La llevé a la cama y de súbito estaba dormida como un
angelito .Cogí un tubo de ensayo donde
tenía el veneno. Un veneno mortífero de un serpiente que su nombre es
mamba negra. Dicen que su mordedura mata
a un hipopótamo en menos de un minuto.
Traspasé el veneno a una jeringuilla, me acerqué a mi queridísima mujer y la inyecté el veneno por la boca. Sólo
dije: “Hasta la vista baby” y me acosté junto con ella en un sueño quizás de
los más felices de mi vida.
Por la mañana abrí los ojos y el terror se apoderó de todo mí ser. Ella
no estaba en la cama. De pronto apareció por la puerta con el desayuno y
tarareando tan feliz como si no pasara
nada.
—Te he traído el desayuno, mi amor, —repuso.
Dios sabrá cómo hallé fuerzas para
no delatar mi sorpresa y mi aflicción. Ya los días venideros mi vida era un suplicio. Quería
matarla a todas horas. La odiaba
profundamente y no iba a sosegarme si no la aniquilaría lo más rápido posible. Así después de unos
días salió de baño y yo la esperaba con un enorme cuchillo de cocina. La ataqué de espaldas con traición y alevosía, la agarré por el
pescuezo y empecé acuchillarla con un odio ilimitado. Durante el transcurso que
le atestaba las cuchilladas gritaba, “muere demonio, muere ya.” Después fui al
baño a lavarme las manos llenas de sangre. Sabía que tendría que trabajar a
destajo para eliminar todos los rastros de mi horripilante crimen. Durante el
transcurso que lavaba las manos empecé a sentirme muy mal. No podía discernir
por qué me sentía con una enorme melancolía. Era cómo un vacío que se apoderaba
de todo mi mundo interior. De súbito entendí
que estaba enamorado de ella. Me había dado cuenta que había matado a la
mujer de mi vida. Sentí ganas de suicidarme. “¡Dios mío! Mi altanería y mi
egocentrismo cegaron mis sentidos y no me dejaron ver lo mucho que la quería,” pensé con desolación.
Salí de baño con… Una mano me subió por el aire como una pluma. Casi me
estaba ahogando. Miré de refilón: era ella, sus colmillos vampíricos emitían un
brillo sobrecogedor que podrían llenar de miedo el hombre más valiente de
planeta. Tenía los ojos rojos y sus pupilas
destellaban rabia y enojo capaz de hacer a un tigre echar a correr.
—Tienes que elegir estar conmigo o
morir—dijo.
Hice acopio de mis escasas fuerzas y proferí con voz ahogada.
—Contigo, mi amor.
Me bajó con mucha tranquilidad esbozándome una sonrisa. Nuestras lenguas y labios se
unieron en un beso interminable. Sólo nos parábamos de vez en cuando para decir
lo mucho que nos queríamos.
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