De Sotirios Moutsanas
Salvador
era un hombre extraordinario, inédito, como decimos: único en su especie.
Cuando su mente empezó a comprender, ya se dedicaba a leer todos los libros de
yoga. Existe un proverbio que dice: «Cuando un discípulo está preparado,
aparece el maestro.»
Y así pasó con Salvador, a los
dieciocho años encontró a su amado maestro. Este era un hombre santo de la
India totalmente puro, con poderes sobrenaturales; un auténtico yogui. Vivía
entre los dos mundos existentes, espiritual y material. Tenía continuo contacto
con ángeles y seres de la luz. Así, enseñó a Salvador técnicas de yoga,
mantras, respiraciones, pero especialmente la backty yoga. El backty yoga
consiste en amar a Dios junto con toda su creación. Tienes que ver a Dios a
través de la inmensidad de la naturaleza, es decir, animales, plantas y seres
humanos. Claro que tienes que amar con todo tu ser toda la creación y respetar
siempre y ayudar a todos los seres.
Transcurrieron los años, su maestro
volvió a la India y Salvador continuó practicando yoga sumiéndose en la
contemplación. Siempre que rezaba a Dios pedía para todos los seres felicidad,
paz y amor. Un día lo llamó una amiga que le conocía demasiado.
—Por favor, Salvador —le imploró
ella—. Sé que tú quieres mucho a Dios, y no tengo ninguna duda de que ese amor
es recíproco. Dios te ama mucho. Hace un año, mi marido tuvo un accidente de
trafico tan horrible que ahora sólo le permite pasar el resto de su vida en una
silla. Sin embargo, hace poco hemos visitado un especialista cirujano muy
famoso y nos garantizó que tiene posibilidades de caminar. Estoy segura de que
si tú intercedes rogando a Dios para que todo transcurra bien, mi marido
caminará otra vez.
Salvador asintió para ayudar a
aquella pobre mujer. Primero ayunó durante tres días, sólo comiendo fruta y
bebiendo agua. Una vez que acabó la penitencia, ya se hallaba preparado para el
ejercicio espiritual siguiente. Hizo respiraciones en las que había que contener
el aire y luego exhalarlo con suavidad. Posteriormente, se dedicó a meditar y
finalmente profirió los quinientos sagrados nombres de Dios: para hacer esto
empezó rezando «Creador del Universo, Luz del mundo, amado de todos los seres»
hasta terminar con aquellos quinientos sagrados apelativos. Después, empezó con
las sagradas mantras: Jariom, om-mani-padme- jum, y acabó con la más
importante: kyrie eleison christe eleison. La última mantra la combinó con
respiraciones, hasta que finalmente perdió el tacto de su cuerpo, y se quedó en
un estado de bienaventuranza y felicidad suprema.
De repente una luz brillante y
rojiza llenó su mente, y un estruendo como una manada de mil caballos
estremeció todo su ser.
Cuando se hizo la calma, pidió al
señor del universo que ayudara al marido de su amiga a caminar otra vez.
Pasó un mes y precisamente esta le
llamó:
—Salvador, tengo buenas noticias;
gracias al increíble trabajo de cirujano, al fin mi marido puede por fin
caminar. ¡Estoy tan feliz!
Salvador se quedó cortado, felicitó
a su amiga y después pensó que lo más probable sería verdad que gracias al
cirujano el hombre estaba curado.
Transcurrieron muchos años. Un día
recibió la llamada de Pedro, su mejor amigo.
—Salvador, mi mujer y yo estamos
desesperados. Ya estamos bastante mayores, hace veinte años que intentamos
hacer un niño y es imposible. Por favor, no tengo la más mínima duda de que si
tú rezas a Dios, mi mujer concebirá un hijo.
Salvador asintió. Después de tres
días haciendo ayuno, empezó otra vez el mismo proceso, respiraciones,
meditación, mantras, y finalmente cuando vio la luz rojiza y escuchó el
estremecedor ruido en el silencio, profirió:
—Dios mío, amado mío, tú que
concedes todos los favores a los seres que te quieren; por favor, ayuda a mi amigo
a que su mujer tenga un hijo.
Pasaron tres meses. Una llamada
interrumpió la meditación de Salvador. Era Pedro, su mejor amigo.
—Salvador, gracias a Dios, Catalina
concibió por fin a un hijo por inseminación artificial. ¡Ha funcionado! ¡Qué
feliz estoy! Prométeme que bautizarás a la niña.
Salvador sintió que se le caía el
mundo encima.
—Sí, amigo mío, será un placer —dijo
haciendo acopio de fuerzas para no desvelar su tristeza.
¿Será verdad que al final la ciencia
puede hacer cosas muy importantes?, pensó y dio el tema por zanjado.
Y después de unos años más, una
sequía desoladora azotaba la ciudad. Los embalses estaban bajo mínimos.
El alcalde decretó no regar los
jardines ni los parques. El suministro de agua estaba al límite, era una
situación deplorable. Se perdió la cuenta de los meses en los que no caía ni
una gota de agua.
Salvador leyó en la Biblia cómo en
una gran sequía San Elías finalmente imploró a Dios y empezó a llover.
Conmovido, decidió pedir a Dios que lloviera.
Primero se informó bien con el
telediario y todas las pertinentes informaciones del tiempo de que no iba a
llover aquella semana.
Empezó el mismo ritual,
respiraciones, meditación, mantras y cuando se hizo el silencio, dijo:
—Señor del universo, tú que eres la
matriz y el esperma de todo y todo emana de ti. Señor conocedor del pasado,
presente y futuro de todos los seres. Querido por todas las criaturas vivientes
del universo, escucha mi súplica, ¡oh, luz del mundo! La sequía azota la ciudad
y el sufrimiento llena nuestros corazones. Tú, señor de vida que haces salir al
sol e iluminas el universo. No hay nada que tu no puedas hacer, señor. Escucha
mi súplica, ¡haz que llueva, oh, pantocrátor! Tú que todo lo puedes y con sólo
una palabra que pronuncies se hará tu voluntad.
Pasaron dos días. El hombre del
tiempo ahora estaba radiante.
—Es increíble, una precipitación
viene del Atlántico con muchísimas nubes. Así que en los próximos tres días
tendremos copiosas lluvias.
Salvador miraba por la ventana cómo
la lluvia empapaba la tierra y formaba hasta pequeños riachuelos. La tierra
emanaba un olor raro, pero a la vez agradable.
El corazón de Salvador estaba lleno
de felicidad. Recordó las palabras que dijo Jesús al santo Tomás: «Bendecidos
sean ellos que no me han visto pero han creído en mis palabras».
—Dios, gracias y perdona mi poca fe.
Sus ojos siguieron clavados en la
tierra empapada por la lluvia.
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