El
gran cañón de nueve metros de longitud presentaba un aspecto monstruoso.
Durante un mes bombardeaba las hasta entonces impenetrables murallas de
Constantinopla, destrozándolas y formando una enorme brecha. Giovanni, con sus
soldados bizantinos, resguardaba la gran ciudad voceando:
—Por
el nombre de Cristo defenderemos con nuestra propia sangre la cuna del cristianismo.
En
el cielo los ángeles, mártires, santos… contemplaban consternados con sus ojos
espirituales la espeluznante batalla. La tristeza se había apoderado de todos y
afligidos lloraban. San Constantino y santa Elena se acercaron al trono del Señor
y se arrodillaron suplicando clemencia para Constantinopla.
—Los
imperios son como las personas, nacen, crecen, envejecen y mueren. Esta es la
ley de mi padre y hay que acatarla—dijo Cristo con aire compungido.
Los
turcos atacaron con todas sus tropas, los cristianos se defendieron como
pudieron, pero al final sucumbieron. Mientras ellos asediaban la ciudad, en el
cielo con el corazón desbocado la desolación se apoderó de todos los seres de
luz. Dos lágrimas hirvientes se deslizaron por las mejillas del señor. Al unísono
en el cielo lamentando susurraban:
¡¡¡
Ha caído la gran ciudad, la gran ciudad ha caído!!!
¡Maldito
cañón, maldito seas por toda la eternidad!
2 comentarios:
Bueno, las guerras ya se sabe
Si,Sara,como dice mi amado señor,los imperios nacen,crecen evejecen y mueren. Un saludo, Sotirios.
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