La primera vez que contemplé a Valentina me deslumbré por su
belleza, era como mirar al mismísimo sol con los ojos abiertos. Ni lo más grandes
pintores, ni los más virtuosos escultores, ni los más celebres poetas hubieran
podido concebir jamás un rostro tan bello. Ni existe palabra, ni imaginación humana para describir
su inconmensurable beldad.
Sus ojos eran de color esmeralda con un brillo ardiente,
veladas por claras y largas pestañas. Sus grandes y luminosas pupilas te
hipnotizaban y te sumergían en un mundo de belleza e imaginación insondable. Su
largo pelo resplandeciente, exuberante, profundo como un bosque le caía sobre
los hombros. Su rostro suave, elocuente, puro como de un ángel, lucía una
hilera de dientes magníficos como perlas del Caribe. Las comisuras de sus
labios rosados, suaves como las flores de la primavera. Y su porte ¡Oh Dios!
¡Qué porte! ¡Qué gallardía! Estaba llena de majestuosidad y esplendor. Y cuando
entablaba conversación con su voz musical, angelical, suave y profunda con una
grandilocuencia que embelesaba toda la gente en su derredor.
La amé como jamás ha amado un hombre una mujer, con una
adoración incondicional, pero por desgracia le doblaba la edad. Estaba tan
prendado que tuve que utilizar todos los medios para poder casarme con ella. Mi
solvencia económica, mi posición social y mi sagacidad hicieron el resto.
Agasajé su familia con suntuosos regalos para que la convencieran casarse
conmigo.
Al desposarme con Valentina,
mi vida se transformó en un cuento de hadas: era como vivir con un
ángel. Su mera presencia hacía que los días fueran siempre esplendorosos.
Pasaron dos años de mucha felicidad. Un día, el doctor
Chejov tuvo que examinarme a causa de una
tos persistente. Se me encogió el corazón al decirme que tenía menos de seis
meses de vida. No pude conciliar el sueño, no por miedo a la muerte,
simplemente, no podía aguantar la idea que alguien excepto yo pudiera disfrutar
de Valentina mientras yo no estuviera en vida. Que alguien la besara o se
deleitara con su compañía me volvía loco de celos.
Actué con rapidez sin demorar un segundo. Ordené a construir
un mausoleo con las inscripciones de Valentina y las mías. Encontré al más
célebre toxicólogo de Rusia. Al hablar con él decidí que lo mejor era un veneno
que paralizaba todo el cuerpo excepto la boca y los ojos. Y a quince minutos de ingerir el veneno la
persona que lo había tomado dejaba este mundo.
Era nuestro aniversario planeé todo escrupulosamente. Los sirvientes
prepararon todo según mis órdenes y nos dejaron a solas. Después de una
agradable velada y en plena felicidad descorché un champán y puse con disimulo el veneno. En
los quince minutos que estaríamos paralizados antes de morir hubiera podido pedirle
perdón; y decirle que estaríamos juntos para siempre en nuestro mausoleo en la
eternidad. Brindamos por nuestro amor
eterno y bebimos de nuestras copas. Miré a mi amada Valentina y me enteré que
ella disimulaba que tomaba el vino, en realidad sólo se había mojado los
labios. Mi cuerpo se entumeció; ya no podía moverme y en el rostro de Valentina
estaba dibujada una sonrisa malévola.
— ¿Qué te pasa cariño, que estás tan quietecito?—dijo con su
voz musical—. Cuando hablé con el doctor chejov no tarde de convencerle para
que me dijera la verdad. Al ver el mausoleo con nuestros nombres ya esperaba lo
peor. Pero, en el momento que te visitó el toxicólogo no tuve la más mínima
duda de tu diabólico plan. Me costó poco de engatusarle y enterarme de cómo
funcionara el veneno. No fue nada difícil a intuir que ibas a utilizarlo al
final de la velada. Sin embargo, queridísimo esposo, no quiero que te vayas al
otro mundo, o mejor dicho, al infierno, sin mi última sorpresa.
De la puerta entró un joven apuesto y empezó a besar a
Valentina en mi presencia. Con un esfuerzo pude pronunciar mis últimas palabras
con voz empañada.
— ¡Maldita seas Valentina! ¡Eres una vibo…!