Mis tres amigos y yo teníamos dos cosas en común: la literatura y el amor incondicional por el montañismo. Los cuatro teníamos unas ganas enormes de visitar la montaña más alta de España, que está en Tenerife. El Teide, con sus 3.718 metros, representa el punto más elevado de toda España. Acordamos visitarlo, y sin más demora compramos los billetes de avión y reservamos nuestras habitaciones en un hotel cercano al Parque Nacional del Teide. Al llegar al aeropuerto, alquilamos un coche para varios días y nos dirigimos al hotel. Era un hotel representativo de la isla; sin embargo, lo que más nos impresionó fue su vasto jardín decorado con las características flores de Tenerife. Como era muy tarde, nos fuimos a la cama porque al día siguiente debíamos levantarnos muy pronto para hacer un tour por la isla y, claro, visitar el Teide.
Al día siguiente, muy temprano, empezamos el
tour. Nos encaminamos hacia el Parque Nacional del Teide, pasando primero por
unas formaciones rocosas muy similares y emblemáticas de la isla de Tenerife:
una formación de origen volcánico conocida por El dedo de Dios.
Al llegar a nuestro destino, cogimos el
teleférico hasta la estación superior; conducía a la Ruta al
cráter del Teide. Cuando llegó, sólo tuvimos que caminar unos minutos para
subir a la cima.
Era una mañana iluminada por un sol radiante. El
cielo claro, libre de nubes, brillaba a causa de los rayos del sol. Desde
nuestra posición se podía divisar toda la isla. Era un espectáculo contemplar
el volcán –el tercero más grande del mundo– y observar, a su vez, las islas
cercanas como la Gomera, el Hierro, la Palma y Gran Canaria.
Nuestras almas se llenaron de dicha y los cuatro
al unísono estábamos de acuerdo en que eran las vistas más impresionantes que
habíamos contemplado jamás. Al bajar y entrar otra vez en el coche decidimos
recorrer toda la isla de punta a punta.
Después de visitar muchísimos lugares y ver
cosas increíbles, como el árbol milenario que se llama Dragó –dicen que tiene
tres mil años–, paramos en un lugar que se llama playa de Toriscas en la
zona de sur. Pedimos una ensalada típica del lugar con pescadito frito,
servido con una salsa tradicional llamada mojo verde, y nos tomamos un vino
rosado popular que se llama Abona. Mis amigos y yo, eufóricos, empezamos a
contar varias anécdotas y lo pasamos muy bien mientras reíamos y degustábamos la excelente comida.
Cuando terminamos decidimos ir a Santa
Cruz, donde pasamos varias horas disfrutando con la belleza de la ciudad. Al
anochecer volvimos a nuestro hotel. Estábamos de acuerdo los cuatro en darnos
una ducha, descansar un rato en nuestros cuartos, y a las veintidós horas
bajar a tomar unos aperitivos con champán. Al llegar la hora
estábamos en el salón. Nos pareció que era mejor de tomar los aperitivos
y el champán en el jardín; era una delicia contemplarlo. Repentinamente, se nos
acercó un señor bajito, rechoncho, con el rostro abobado. Tenía la nariz
aplastada, la mirada perpleja y asustada con un punto de locura. Unas enormes
ojeras negras decoraban sus ojos, parecía que no había dormido en los últimos
seis meses.
— ¿Don Salvador?
— ¡Sí, soy yo!
—Encantado, ¿es usted el famoso escritor de
relatos de terror?
––Yo mismo.
—Mire usted, mis chicos son unos grandes
admiradores de sus relatos, cuando se enteraron de que usted estaba aquí se
quedaron muy ilusionados. Si pudiera usted contarles un relato, les
llenaría de dicha.
—Con mucho gusto —contesté.
––Sí pero, a decir verdad, son unos chicos muy
especiales, ¿sabe? Yo soy el director de un correccional de menores, pero le
aseguro que mis chavales son muy buena gente.
— ¿Dónde están?
—Están en el jardín.
—Qué coincidencia, porque nosotros íbamos a
tomar unos aperitivos y nos dirigíamos hacia allá.
En el jardín estaban doce chicos entre 16 y 17
años, todos con el pelo estilo punk, llevaban camisetas llenas de
imágenes diabólicas y lucían multitud de piercing y tatuajes macabros.
–– ¡Oh! Esto huele muy mal—dijeron mis amigos a
la vez.
––Maestro, cuéntanos un relato que sea la
hostia.
––No sé, amigos ––contesté––. Me parece que sois
un poco jovencitos para relatos de terror; temo que no os podáis dormir.
Todos empezaron a reír, parecía que era el
chiste más gracioso que escucharon en toda su vida.
––Estas de coña, maestro, no hay ni una película
de terror que no hayamos visto, ni un libro de zombis que no hayamos leído.
––Bueno ––acepté––, pero primero mi querida
amiga, Belén Rodríguez os recitará uno de sus poemas; eso me servirá de
inspiración.
Belén estaba un poco reacia, pero –finalmente–
asintió. Hizo un breve silencio y empezó a recitar:
“Mi casa
Mi casa no está hecha
De paredes y techos,
De puertas y ventanas,
De plantas apresadas
En macetas de barro…
Mi casa es una montaña
De sólido cuerpo y cálido corazón.
Descanso en sus grutas
A la caída de la tarde
Y asomada a sus grietas
Recibo al sol cada mañana.
Mi casa es un bosque verde
Que tiñe de esperanza mis pupilas,
Sembrada de vida
Acompasa sus latidos a los míos,
Erguida y distante
Siente el tórrido calor
Y la helada escarcha.
Mi casa es un lago
Que remansa los avatares.
Su orilla neutraliza
La marejada que la rodea
Y si el desánimo se aposenta
En su lecho,
Provoca oleaje hasta ahogar
al intruso.
Mi casa está viva.”
Al terminar Belén, Fernando, Puri y yo, muy
emocionados dijimos:
––Así es, Belén, este planeta es nuestro hogar,
hay que preservarlo.
Por desgracia los 12 chavales tenían otra
opinión.
—Dejémonos el planeta en paz y vamos a lo
nuestro, maestro, un relato de terror.
Mis amigos no escondían su hastío.
—Salvador, vamos de aquí: esto nos da mala espina.
—No amigos, mirad: el cielo está estrellado y la
luna llena de color miel está esplendorosa. Eso me inspira, me apuesto lo que
queráis a que después del relato estos chicos huirán despavoridos.
—Bah, Salvador, déjate de fanfarronadas. Esos no
temen ni al mismísimo demonio.
—Me apuesto los aperitivos y el champán si
queréis, amigos.
— ¡Ja! Como tú quieras, si te apetece pagar…
Nosotros, encantadísimos.
Me dirigí hacia los chicos.
—Mirad, amigos, os contaré un relato de terror,
pero iré improvisando según lo cuento, de tal manera que si me interrumpís
perderé la inspiración. Es decir, cortaré la historia y me iré de aquí.
— Maestro, somos una
tumba, no vamos a decir ni pío.
Se hizo un silencio sepulcral y empecé a
contar:
De pequeño escuchaba voces: “tú eres el
elegido”. Según pasaban los años podía ver más seres de luz; todos me llamaban
el elegido. Yo era una persona normal, más bien enclenque, de mediana estatura,
francamente no tenía nada especial. Lo único que me gustaba era rezar a Dios y
practicar meditación leyendo las sagradas escrituras.
Un día se me presentó un ángel y me dijo que
tenía que aprender de memoria el salmo 91:
––Según recites el salmo en tu mente, te proporcionará
una fuerza sobrenatural y podrás hacer cosas inimaginables.
No tardé en memorizarlo. Podía hablar con
alguien, comer o desempeñar cualquier otro quehacer y, a la vez, recitarlo
mentalmente. Cuando lo recitaba mi vigor se multiplicaba por diez: podía
levantar una piedra de 300 kilos con facilidad. Era asombrosa la fuerza que me
proporcionaba. Al pasar varios años un día escuché una voz:
––Elegido, ya llegó tu hora. Tienes que
presentarte mañana en la Plaza de España, a las 18:00 horas de la
tarde, en la puerta principal del edificio España.
—Ese edificio lleva varios años cerrado —dije
con voz queda.
—No te preocupes, en la entrada te esperará un
mensajero nuestro y te instruirá sobre lo que tienes que hacer.
Las horas siguientes las dediqué a practicar
yoga, y rezaba con vehemencia a Dios. Estaba aterrorizado; no obstante, no
tenía otra solución que obedecer ciegamente a las órdenes de los seres de luz.
Era junio, esto es, el sexto mes del año 2006, y llegué a las seis de la tarde:
“Dios me ampare”, pensé.
En la puerta me esperaba un señor bastante
mayor. Al verme, me saludó efusivamente y me dijo:
––Primero tienes que ir a la habitación 6, luego
a la 66 y por último a la 666 para completar tu misión: suerte, “elegido”.
Me abrió la puerta y entré. Según caminaba
recitaba con fervor el salmo 91.
––El que habita al amparo del Altísimo y
mora a la sombra del todopoderoso, diga a Dios: “Tú eres mi refugio y mi
ciudadela, mi Dios en que confío”. Pues él te librará de la red del cazador y
de la peste exterminadora; te cubrirá con sus palmas, hallarás seguro bajo sus
alas, y su fidelidad te será escudo y adarga…
Al llegar a la habitación 6 me quedé
boquiabierto cuando mi pierna derecha dio una patada a la puerta y se rompió
como un papel. Al entrar contemplé a una mujer hermosísima. Llevaba un vestido
vaporoso que permitía divisar su cuerpo desnudo. Su cabello largo y rizado se
extendía como un manto a su alrededor, tenía un color rojo como el fuego.
— ¡Hola! —Me dijo con voz musical––. No sé quién
eres, pero con mucho gusto haré el amor contigo.
Y entonces, por primera vez a mi vida, entendí
por qué era el elegido. Simplemente mi devoción de orar y mi gran amor por Dios
posibilitaban a ese ser puro apoderarse de mi cuerpo y actuar a través de mí.
Con pocas palabras: era como un vehículo que lo empleaba el conductor para
culminar un propósito.
–– ¡Oh, eres tú gran ramera!––exclamé––. Tenía
que imaginarlo, quién pudiera prestar su vientre para que naciera el
anticristo: la más grande fulana del universo. Eres Lilith, la madre de todos
los demonios.
—Veo que me conoces bien; sin embargo, yo no sé quién
eres.
— Cómo no voy a conocerte, ¡oh, tú, la más
grande de las abominaciones! Cuando Dios te creó de arcilla, yo existía
innumerables millones de años ya.
—Seduzco a todas mis víctimas— dijo con voz
melosa, y después bebo su sangre. Pero contigo haré una excepción: te chuparé
la sangre ya.
—Unas alas negras aparecieron por detrás de sus
hombros, y unos colmillos vampíricos relucían en su malévola sonrisa.
—Sí, tienes razón, me chuparás la sangre,
pero primero toma esto.
Con una velocidad asombrosa así una mesa que
pesaba más de 50 kilos y se la arrojé; a duras penas la esquivó, volando por
los aires. Pero desapareció de su semblante la sonrisa maliciosa y apareció una
mueca de miedo. Sin embargo, el ser de luz que se había apoderado de mi cuerpo
ya le había tirado una enorme silla que le impactó en la cabeza. Y de súbito,
como un velocista de cien metros, corrió hacia una mesa, la pisó, y -con
la técnica de un saltador de longitud- se elevó más de seis metros del
suelo, la cogió por el cuello en el aire y los dos cayeron en el suelo. Luego
se levantó y la pisoteó como un gusano. Ella pedía clemencia; de pronto, una
espada azul se materializó en mis manos. Ella, con sus ojos desorbitadamente
abiertos, cuando vio la espada azul dijo:
—Eres tú. Ten clemencia de mi San…
No pudo completar la palabra cuando la espada se
incrustó en su pecho; y posteriormente le cortó la cabeza.
Yo estaba alucinado. “Este ser ha de ser alguien
muy importante”, pensé.
Me dirigí al tercer piso donde estaba la puerta
con el número 66. Estaba lleno de confianza y seguía mentalmente recitando el
salmo 91.
“No tendrás que temer los espantos nocturnos, ni
las saetas que vuelan de día, ni la pestilencia que vaga en las tinieblas ni la
mortalidad que devasta en pleno día.
Caerán a su lado mil y a su derecha diez mil; a
ti no te tocará…”
Caminé con paso franco hacia la puerta 66 y con
un golpe de mis puños la hice dos pedazos. Al entrar en la gran estancia
repleta de símbolos satánicos, observé que en una mesa había un macho
cabrío degollado.
—Azazel, tenía que esperarlo, me aflige mucho
ver cómo uno de los ángeles más importantes se ha convertido en lo que eres
ahora: un ser aborrecible.
— ¿Quién eres tú? Nos has estropeado nuestro
plan de crear el anticristo; pero te aseguro que de aquí no saldrás vivo. Yo
soy el Dios de los brujos, ¿cómo tienes la osadía de desafiarme? Siento que te
conozco mucho, pero no puedo discernir quién eres.
—Muy pronto terminaré contigo y con todas tus
perversidades.
Él se enfadó mucho, me contempló con ojos llameantes
colmados de ira, y profirió en un idioma desconocido:
––“kan tum sal calam, tum pi lan.”
Unas llamas inmensas se dirigieron hacia mí.
Directamente mi protector dijo en griego:
––“Ola o theos filai Ke ola ta caca
scorpai.”(Dios protege todo lo bueno y todo lo malo lo dispersa).
Las llamas se disiparon en seguida.
—Veo que conoces la magia blanca. A ver si
puedes con esto: “Culem tu sam tuli kim yum.”
Unas culebras enormes aparecieron y se
dirigieron hacia mí. Entonces mi protector dijo en latín:
—“Dómine, clamo a te:
cito succurre mihi.”(Señor, a ti clamo: socórreme prontamente)
Repentinamente todas las
serpientes se evaporaron.
—Veo que sería inútil seguir utilizando mi magia
negra, porque tú la contrarrestarás con tu magia blanca… A ver cómo vas a
afrontar esto.
De improviso se transformó en un animal con
siete cabezas de serpiente y doce alas. La espada azul se materializó enseguida
en mis manos y con la celeridad de un rayo mi protector cortó una detrás de
otra las cabezas del espeluznante demonio. Yo, rebosante de felicidad, me sentí
como un triunfador; como un ser invencible. No cabía duda de que este ser de
luz era invulnerable. Lleno de moral seguí hasta la vigesimoquinta planta,
donde se ubicaba la habitación 666. ¡Ay, pobre de mí! Si pudiera ver lo que me
deparaba el futuro, seguro que se hubiera borrado la sonrisa de mi rostro. Con
paso tranco me dirigí por las escaleras recitando el salmo 91.
“Con sus mismos ojos mirarás y verás, el castigo
de los impíos. Teniendo a Yahvé por refugio, al altísimo por su asilo, no te
llegará la calamidad ni se acercará la plaga a su tienda. Pues te encomendará a
sus ángeles para que te guarden en todos tus caminos, y ellos te levantarán en
sus palmas para que tus pies no tropiecen en las piedras…”
Al llegar a la puerta 666 me quedé estupefacto
cuando se abrió sola. Miré al fondo y le vi. Difícil de creer que era un
demonio, por la simple razón que más bien parecía un ángel. Tenía una altura de
dos metros, su pelo rubio resplandeciente como el sol. La piel blanca como de
marfil. En mi vida he visto muchos hombres guapos; pero jamás había visto un
ser tan perfecto, tan hermoso… Si tuviera que describirle necesitaría diez
páginas alabando su beldad y me quedaría corto.
—Pasa, hermano ––me dijo con una voz profunda.
—Hola, Lucifer.
—Hace miles de años que no nos vemos.
— ¡Oh, Lucifer! Tú, como dice tu nombre puesto
por Dios, el Portador de Luz, la más bella criatura que ha creado Dios. Eras el
guía de todos nosotros, el portador de las leyes de Dios, pero olvidaste lo más
esencial, que es “amarás a Dios tú creador más que cualquier otra cosa”. Y tú
empezaste a amarte a ti mismo. Tú soberbia y altanería te llevó a la perdición
y no sólo eso, también arrastraste contigo un tercio de los ángeles del Cielo.
—Miguel, ¿cómo podía consentir la más grande de
las humillaciones, arrodillarme y aceptar a Adán y Eva como mis superiores?
Dios les creó de arcilla y nosotros fuimos creados de fuego puro. ¿Cómo hubiera
podido aceptar algo que es injusto a toda luz de razón?
—Lucifer, Dios, nuestro padre celestial, es
infalible, ¿quiénes somos nosotros para criticar la inmensa misericordia, el
infinito conocimiento?
—Miguel, el hombre es débil por naturaleza, este
mundo es mío. Yo con mis ochenta ángeles rijo este mundo. Todos quieren ser
ricos como ellos. Al hombre sólo le interesa la riqueza y el placer, no veas
cómo todos están enganchados a una minúscula pantalla. Nadie se interesa por
las leyes de Dios, cada día tengo más adeptos, muy pronto otro ángel mío
descubrirá otro invento; y entonces todos serán esclavos de sus vicios
olvidando totalmente los preceptos de Dios. Únete conmigo, hermano, nosotros
dos juntos gobernaremos el mundo.
— ¡Oh, Lucifer! Tanto que te he amado, qué
triste está mi alma contemplando tu decadencia. Te lo suplico, arrepiéntete,
pide perdón a nuestro padre celestial y estoy seguro que si lo dices con toda
la fuerza de tu alma y lo crees de corazón, Él te perdonará.
— ¡Jamás! Mientras que exista el hombre lucharé
con todas mis fuerzas para destruirlo, esclavizarlo y alejarlo de Dios.
Hubo un corto silencio. Los dos clavamos
nuestros ojos, el uno al otro. Entonces Lucifer profirió:
—En la batalla en el cielo ganaste, hermano; no
obstante aquí estaremos sólo tú y yo. Con tu cuerpo celestial lo
más probable me ganarías, sin embargo, con este cuerpo enclenque sabes de sobra
que tus posibilidades son remotas.
Dos espadas se materializaron en sus manos, la
de Lucifer de color rojo y la de san Miguel una espada de color azul, mientras
yo no paraba de recitar el sagrado salmo 91:
“Pisarás sobre áspides y víboras y hollarás el
leoncillo y el dragón. Porque se adhirió a mí y te liberaré; yo le defenderé,
porque conoce mi nombre.”
Un estruendo inimaginable de fulgor según las
dos espadas se chocaban se produjo. Los dos contrincantes, sin dar un respiro,
luchaban con una velocidad y furor inconcebible para la mente humana.
Finalmente, después de cuarenta minutos se pararon y se miraron como dos
bestias salvajes, y Lucifer dijo:
—Miguel, siento la energía que emana dentro del
cuerpo de este hombre; pero su cuerpo imperfecto es limitado, muy pronto
sucumbirá, a decir verdad, tiene sus horas contadas.
San Miguel no dijo nada. Solo atacó como un león
con mucha fuerza y rabia; sin embargo, por desgracia yo sentía ya que mis
músculos pesados no estaban respondiendo como antes y en este instante la
espada del demonio se incrustó en mi pecho. Sentí la energía saliendo de mi
cuerpo, la sangre empezó a brotar de mi pecho, mis ojos se nublaron, apreté la
herida con mis manos para que me permitiera vivir un poco más y rezar a mi
Señor antes de abandonar este mundo. Lucifer me miró y me dijo con voz
melindrosa y compasiva:
—Salvador, te quedan cuatro minutos de vida. Yo
puedo restablecer la lesión y dejarte como nuevo. Lo único que te pido es
llamarme mi señor y amo. Yo te aprecio mucho; como ya has escuchado, este mundo
es mío. Te daré lo que quieras, si tú lo deseas te puedo hacer el más rico del
mundo. Sé que te gusta escribir relatos, venérame y te convertiré en el más
grande relatista del mundo. Sólo llámame mi señor y mi amo, y dejaré al
mundo a tus pies.
—Aquí tenéis el champán y los aperitivos —dijo
el mozo con la bandeja llena de ellos.
— ¡Oh, qué pena!, nos cortaste en la mejor parte
—dijeron los chicos decepcionados.
—Tranquilos, chicos, hacemos un descanso de
veinte minutos y seguiré con el relato.
Mis amigos, muy intrigados, empezaron a
especular sobre el final de la historia. Sin embargo, estaban desconcertados
porque parecía que en el relato mi vida estaba acabada. Los chicos murmuraban
entre ellos: “Seguro hizo un pacto con Lucifer y por eso es tan bueno
inventando cuentos de terror”.
Mientras tomábamos el champán, Fernando muy
eufórico decía:
—La verdad lo estoy pasando de maravilla
escuchando tu relato, Salvador. Es muy bueno y me muero de curiosidad por saber
cómo lo terminas. ¡Encima, champán y aperitivos gratis!
— ¿Qué quieres decir, Fernando?
—No me digas, Salvador, que estos pequeños
diablillos van a salir despavoridos; eso no se lo cree ni su propia madre.
Mis dos amigas Puri y Belen asintieron
sonriendo.
—Bueno, entonces pedimos más champán con
aperitivos.
—Oh, muchas gracias, Salvador, beberemos y comeremos
gratis. A tu salud claro.
––Pero, qué cosa más rara…— dijo
Fernando—. Hace nada el cielo estaba claro y las estrellas refulgían. De súbito
el cielo se ha llenado de nubarrones negros.
—Sí, es verdad —dije––. Desde luego, es inusual.
Pedí más champán con otra bandeja de aperitivos
y me dirigí hacia mis nuevos amigos, que me esperaban como agua de mayo. Sus
ojos se clavaron en mí. Les miré con aplomo y continué con el relato:
Yo rezaba con fervor a Dios sin prestar ni la
más mínima atención a sus palabras. “Jesucristo, mi amado Señor, bendito sea tu
nombre, cómo te quiero mi Señor. Si pudiera nacer mil veces en esta vida; mil
veces me ofrecería mi vida por amor a ti. Eres digno de amarte y glorificarte
siempre en todo momento, mi Señor, mi creador, mi amado ser. ¡Oh, Señor del
mundo perdóname si te he fallado!”
Inesperadamente, una luz fuerte como cien soles
se presentó y apareció la figura del Señor del Universo vestido de blanco.
— ¡No! Me prometiste que no ibas a interferir
entre la lucha de ángeles y demonios—dijo Lucifer.
—Sí, no obstante, también está escrito, que
puedes tocar lo que quieras, pero no a mis siervos— respondió el Señor.
Atisbé mi herida y no existía nada. Contemplé a
Lucifer y vi a un ser horrendo con cuernos negros y una cola puntiaguda.
— ¡No señor, no me des este cuerpo! Lo odio, no
puedo soportarlo— dijo Lucifer con voz angustiosa.
Un portal se formó en el aire donde se pudiera
ver el infierno y los demonios intentando salir del agujero.
—Por favor, no me mandes al infierno, señor;
odio el olor a azufre.
Sin embargo, no tuve ni tiempo de acabar la
frase cuando fue succionado por el agujero.
El Señor me contempló con sus ojos rebosantes de
amor y yo sentí que me fundía bajo la luz cálida de su mirada.
—Vete en paz e intenta tener el alma siempre
pura, te aseguro que el más grande de los tesoros es preservar el alma
impoluta. El que se mantiene firme a mis mandamientos salvará su alma y
no olvides que la vida de una persona en la Tierra es como un
pestañeo en comparación con la vida eterna. Al final el Hijo del Hombre vencerá
y el Mal desaparecerá para siempre. Las buenas personas irán a las moradas
celestiales. Las personas que me quieran y cumplan mis mandamientos irán conmigo
a un mundo de felicidad. Quiero aclararte algo: Dios es amor, todas las
criaturas son sus hijos y no desea el mal para nadie, sólo desea la salvación
de todos los seres. Las malas acciones o pensamientos son las que condenan las
personas a los mundos inferiores. Son ellos mismos que se condenan y se
hunden en la oscuridad.
–– ¡Muy bueno! ––Dijeron todos los chicos al
unísono––. En verdad, eres el mejor cuentista del mundo. No obstante, de darnos
miedo, ni lo sueñes.
Repentinamente mis pelos se erizaron, mis ojos
llameantes desorbitadamente abiertos parecían que iban a salir de sus cuencas.
Mi nariz empezó a sangrar, unos relámpagos iluminaron la noche. Mis manos
subieron hacia el cielo y de mi boca se escuchó una voz cavernosa propia de una
voz que venía de ultratumba.
—Sois doce vivos, uno de vosotros morirá; y muy
pronto seréis once.
Tres rayos cayeron al lado de los chicos. Ellos
se levantaron y como alma que lleva el diablo empezaron a correr hacia
sus habitaciones con alaridos de terror. Contemplé que mis amigos estaban
alucinados.
—Tranquilos, amigos, es todo una ilusión óptica.
¡Oh, qué bien! Ya viene el champán con los aperitivos; por cierto muchas
gracias por invitarme.
—Coño, Salvador, eres la leche— dijo Fernando.
––Sí, sin embargo, no soy infalible. Me he
equivocado, quería dar un susto a estos pequeños diablillos y creía que no iban
a dormir esta noche; sin embargo, está clarísimo que no dormirán bien por lo
menos durante los próximos tres años.
Relato ofrecido a mi mejor amigo Fernando da
Casa de Cantos.